Desde la antigüedad
hasta nuestros días se sabe que los jeques árabes exhiben su poder por la
cantidad de mujeres dentro del harén y por el lujo de imponentes palacios que descrestan
a cualquier doncella. Pero en nuestras sociedades occidentales –increíble para
algunos– también encontramos símiles de jeques que actúan como tales dentro de
sus licenciosos círculos de vida.
Mientras el
genuino tiene a todas sus mujeres juntas, con ellas habla abiertamente y
comparte momentos de intimidad sin que nadie le recrimine nada dentro de su
cultura ancestral, nuestro jeque no las reúne, pero las tiene en la sombra;
habla con ellas telefónicamente muy tarde en la noche o muy temprano en la
mañana, o por mensajes de texto, y comparte momentos especiales en lugares
donde nadie lo conozca, o tal vez sí, pero dentro de hoteles lejanos o de la
misma ciudad, cualquier infidelidad puede pasar desapercibida.
A este jeque
occidental poco le importan los preceptos de lealtad o cualquier otro
sentimiento noble. Su misión es una sola: cada día tener más mujeres para llenar
los vacíos de una vida trivial, en la que hoy está con una, mañana con otra;
vida que depende de su actividad sexual constante para sentirse hombre –el
supermacho– y mucho más si los años crueles se le vienen encima y la próstata
comienza a pasarle cuenta de cobro.
Pero, sin
lugar a dudas, este personaje debe ejercer poder –por lo general ligado al
dinero– para que sus planes de conquistador se cumplan. Las 'víctimas' por lo general
son muchachas ingenuas u otras simplemente de dudosos alcances morales que se
dejan seducir por un poco de brillo en palacios virtuales que se esfuman como
el viento en el desierto, sin importarles el descrédito y las consecuencias que
estos actos puedan traer a sus relaciones formales, si es que las tienen o
medianamente las conservan.
En otras
palabras, el jeque occidental sabe que hablándole al oído a su empleada, por
ejemplo, y diciéndole que con él tendrá mejor sueldo, viajes, ropa de marca o
joyas, gimnasio, pechos de silicona –a todas se los hace poner como un sello
contra el olvido–, la mujer acostumbrada a la modestia que supone una vida como
asalariada quedará inmediatamente 'flechada' por un cupido engañoso. Las
consecuencias de aceptar las proposiciones impúdicas del jeque (jefe) siempre se
verán más tarde.
Entonces, el
jeque occidental se pasa la vida entera en lo mismo. No le importa la amistad
con su amigo o conocido y termina enamorando y llevando a la cama a la mujer del
otro. Es común que embarace a quien se le venga en gana, vive con la mujer de
turno un tiempo y luego la abandona a su suerte. Hoy tiene un hogar aquí, mañana
otro allá. Hijos, más niños y niñas regados por el mundo que ostentan un
apellido más por cumplimiento de la ley que obedeciendo a una paternidad
responsable.
Lo peor del
asunto es que “siempre hay carne para un cuchillo afilado”, como dice el refrán
colombiano. De tal suerte –y con mucha suerte para levantar faldas–, el jeque
occidental recorre el mundo en busca de ‘conquistas’, pero a diferencia del
flautista de Hamelín, quien atraía ratas y ratones con mágicas melodías, a este
otro lo persiguen mujeres por la música de un instrumento que sabe ejecutar: la
mentira. Cuando no son las que trabajan dentro de su círculo, es decir, subalternas,
solo tiene que abrir las ventanas de su ficticio y efímero palacio para enganchar
a cualquier jovencita que alucina cuando escucha los cantos seductores del
protagonista de nuestra historia.
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