Leyendo
un poco sobre la etimología de palabras de uso común he caído en un profundo
vacío en el que es evidente un solemne misterio: nadie sabe exactamente de
dónde procede el término más usado en el Caribe: mondá.
Los
barranquilleros se presentan en el panorama nacional como pioneros de la
rítmica palabreja. Al abuelo Domingo Peñaloza Lauforie escuché hablar de
elegantes prostitutas francesas que, en los cabarets del desaparecido Barrio
Chino, años 40, caían al suelo implorando la protección de Dios al ver ante sí
los objetos contundentes que les proveerían el sustento diario. Mon
Dieu, que en su lengua significa Dios mío, gritaban como
huyendo del diablo en el momento álgido.
Con
otros escenarios, pero como protagonistas las mismas prostitutas de carnes
pálidas, los samarios se atribuyen la génesis del término. El escritor Luis
Guillermo Martínez afirma que a principios del siglo XX llegaron bandadas de
jamaiquinos a trabajar en la Zona Bananera del Magdalena. Las buenas amantes
por dinero los recibían con precaución los fines de semana. Mon Dieu gritaban
cuando enormes toletes amenazaban con destrozarles las entrañas.
Desde
la óptica cartagenera el cuento exhibe rasgos similares, con las
mismas francesas de “vida fácil”, pero con negros de ascendencia
africana. Pretender ambientar episodios, sentimientos y dolores sería un
pleonasmo inútil. Siempre, como una constante en las tres versiones difundidas
en la Costa Atlántica colombiana, aparece aquella expresión calenturienta en
boca de mujeres que seguramente despepitaban los ojos al advertir que les
perforarían el bajo vientre.
Mon Dieu parece ser
entonces la expresión que, acuñada a la jerga costeña, con nuestros giros y
acentos característicos, terminaría convertida en mondá. Que la
dijeran prostitutas francesas en Barranquilla, Santa Marta o Cartagena no es
más que un desacuerdo geográfico de menor relevancia, a no ser que la soberanía
del Caribe termine en franco riesgo y se resquebrajen las relaciones entre las
tres ciudades por la disputa del término.
De
ser así, un honorable tribunal de arbitramento integrado por especialistas en
la materia -de origen francés, por supuesto- tendría la imperiosa necesidad de
prohibir a los habitantes de la Costa el uso de la sonora palabreja hasta
zanjarse la desavenencia.
De
tal modo, solo podrían tolerarse expresiones como: ¡eso es pene!, ¡habla, cara
de pene!, ¡cómete un pene! y otras de menor calibre. Un ente policivo creado a
la luz del tribunal de arbitramento tendría el don de la ubicuidad y, como en
muchos casos, soplones a sueldo para sancionar a los infractores.
Pero
quizás el susodicho tribunal jamás logre establecer la verdad absoluta
alrededor del origen geográfico de la palabreja, y sin su uso -mon Dieu,
Dios mío… Padre nuestro- el Caribe dejaría de ser Caribe, y cualquier costeño
estaría en libertad de gritar: “¡Eso es mondá!”
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