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martes, 19 de mayo de 2015

La tía Rosalbina, café y presagios


(Cruzando la delgada línea entre el periodismo y la literatura)

Por Daniel Castropé

Cuando la tía Rosalbina se aprestaba a “leer” la taza de café, un extraño tic nervioso alteraba su ojo izquierdo y la nariz parecía alargársele.

El ritual era ameno. Agarraba la taza con la mirada fija en el medio dedo de café del fondo. Movía el recipiente de peltre en círculos una y otra vez. En las paredes internas iban apareciendo figuras en forma ascendente. Al detenerse, como por arte de magia, el tic nervioso desaparecía, la nariz volvía a su forma natural y el trabajo estaba terminado.

La tía Rosalbina aseguraba que mediante esa práctica aprendida de sus abuelos en Campo de la Cruz (Atlántico) podía intuir rostros entre las figuras que resultaban en el fondo de la taza. De tal suerte, y aunque parezca inverosímil, anticipaba la visita de familiares y de otras personas, algunas indeseables, otras muy apreciadas por ella.

La prima Magola

Era un niño y como tal supongo que engañarme no sería muy difícil para una mujer cincuentona y con mucha experiencia en la vida. Creía todo lo que me decía, pero a pesar de mi corta edad algunas situaciones las ponía en duda.

Una vez la encontré en el patio muy temprano. Me despertó el olor a café que invadía los linderos de la casa materna como una alegre maldición. Allí estaba la tía Rosalbina debajo del frondoso árbol de caimito, en su mecedora, fumando cigarrillo sin filtro con la candela hacia adentro y con la misma taza metálica en la que toda la vida ha tomado café.

Me llamó por mi nombre pidiendo que me acercara a ella. A sabiendas de lo que vería, me dijo que la mejor hora para leer la taza de café es durante el amanecer de gallos cantando y cielo completamente despejado. En verano el cielo barranquillero, en la Costa Norte colombiana, es una fusión perfecta de tonos azules intensos.

Su rostro cambió de repente. Quise preguntar si estaba molesta o incómoda por algo, pero no me dio tiempo de hablar. Voz en cuello gritó que la prima Magola nos visitaría y eso la ponía de mal humor. 

La tía Rosalbina siempre se oponía a la visita de la prima Magola, aduciendo que era una mujer de “mirada fuerte” y que, por tanto, los niños de casa estábamos expuestos a padecer de “mal de ojo”.

Instigada por la predicción, mi madre, Margarita, nos resguardaba de la presencia de la pariente lejana encerrándonos en su cuarto bajo llave. Magola era una mujer de corta estatura, cara redonda y cataratas en los ojos que se tomaba el trabajo de salir muy temprano de Campo de la Cruz, para pasar el día en Barranquilla con los únicos familiares vivos que le quedaban.

Una vez la visita se extendió hasta altas horas de la noche. El más glotón de los cuatro hermanos se quejaba demandando alimento y bebida. Un pan de cien pesos con queso y salchichón, acompañado de un refresco de naranja, fue suficiente para saciar mi hambre sempiterna.

Después de marcharse la prima Magola, la tía Rosalbina nos rezaba y hacía colocar una escoba al revés detrás de la puerta principal de la casa. "Para que no vuelva más". La superstición nunca dio buenos resultados. Siempre regresaba.

Cobradores en evidencia

Los vendedores callejeros a quienes la tía Rosalbina compraba mercancías de poco valor comercial, no escapaban de sus artilugios.

El vendedor de almohadas era el más fácil de identificar entre las figuras que formaba el café. De rostro regordete, el hombre que se movilizaba en motocicleta llegaba a casa cualquier día, a cualquier hora, solicitando el pago de la cuota del mes.

Todos sabíamos que vendría y lo que teníamos que decir. Muy temprano la tía Rosalbina había salido de viaje a Venezuela, a visitar al primo “Pucho” porque estaba gravemente enfermo, y no regresaría hasta dentro de un mes.  

El vendedor de ventiladores era muy parecido al que le había dejado el juego de cama “para pagar en cómodas cuotas”. El dilema parecía difícil de resolver. La tía Rosalbina pestañaba maquinalmente y el tic nervioso amenazaba con sobrevenirle. Cuatro vueltas más a la taza se hicieron necesarias para identificar plenamente al vendedor.

“Ahora sí está clarito. El que viene es el desgraciado del juego de cama, que no me deja en paz”. Nos dio a todos en casa las instrucciones pertinentes. El argumento era infalible. El primo “Pucho” habría sufrido una recaída y estaría en cuidados intensivos. “Tía va a regresar de Venezuela sin un solo peso”.

Números ganadores

Además de rostros, la tía Rosalbina también aseguraba identificar números entre el sedimento del café. Apostadora empedernida de juegos de azar, acertar los números del “chance” era lo que más anhelaba, aunque muy contadas veces podía verlos.

Una mañana escuché sus pasos por el corredor. Todavía estaba oscuro y el abuelo Domingo no había abierto la puerta del patio. Ella misma quitó la tranca, corrió el pestillo y salió. Había soñado con frutas en abundancia.

Me levanté de la cama y me dirigí hasta su lugar preferido debajo del árbol de caimito. En el sueño había visto mangos gigantes que colgaban de ramas incapaces de soportar el peso y por tanto rozaban el suelo. Me dijo que ese era un presagio muy favorable para las finanzas. En otras palabras, según sus creencias, el sueño le anunciaba mucho dinero.

El café ese día estuvo hecho más temprano que nunca. Minutos más tarde, la tía Rosalbina me hacía mirar el fondo de la taza. No veía nada distinto a gránulos de café dispersos por las paredes internas del recipiente de peltre. Volví a mirar. Nada. Otra vez. Nada. No aguantó más y me preguntó enfurecida si yo estaba ciego.

Según ella, los números estaban claros: cuatro, uno y seis. Al día siguiente había dinero extra en casa y el abuelo Domingo no tuvo que sacar ni un peso de su cartera para comprar alimentos. El resto del premio lo escondió envuelto en pedacitos de papel periódico en un lugar que pocos conocían. Me cuento entre los privilegiados. Por eso nunca me faltaba algo de comida adicional antes de irme a la cama.

Hoy octogenaria, la tía Rosalbina afirma que ha perdido esa clarividencia de años pretéritos. Cierto o falso todavía mi madre y mis otras tías solteronas la observan en el patio, en su mecedora y bajo el frondoso árbol de caimito dándole vueltas a la taza metálica esperando ver algún día el rostro del sobrino que hace ocho años está radicado en el país de “los monos ojos azules”. Dice que todavía no lo ha visto, pero que mañana tendrá un viaje de improviso a Venezuela porque vendrá el cobrador de las escobas y los trapeadores.


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