(Cruzando la delgada línea entre el periodismo y la literatura)
Por Daniel Castropé
Cuando la tía Rosalbina
se aprestaba a “leer” la taza de café, un extraño tic nervioso alteraba su ojo
izquierdo y la nariz parecía alargársele.
El ritual era ameno.
Agarraba la taza con la mirada fija en el medio dedo de café del fondo. Movía
el recipiente de peltre en círculos una y otra vez. En las paredes internas
iban apareciendo figuras en forma ascendente. Al detenerse, como por arte de magia,
el tic nervioso desaparecía, la nariz volvía a su forma natural y el trabajo
estaba terminado.
La tía Rosalbina
aseguraba que mediante esa práctica aprendida de sus abuelos en Campo de la
Cruz (Atlántico) podía intuir rostros entre las figuras que resultaban en el
fondo de la taza. De tal suerte, y aunque parezca inverosímil, anticipaba la
visita de familiares y de otras personas, algunas indeseables, otras muy
apreciadas por ella.
La prima Magola
Era un niño y como tal
supongo que engañarme no sería muy difícil para una mujer cincuentona y con
mucha experiencia en la vida. Creía todo lo que me decía, pero a pesar de mi
corta edad algunas situaciones las ponía en duda.
Una vez la encontré en
el patio muy temprano. Me despertó el olor a café que invadía los linderos de
la casa materna como una alegre maldición. Allí estaba la tía Rosalbina debajo
del frondoso árbol de caimito, en su mecedora, fumando cigarrillo sin filtro
con la candela hacia adentro y con la misma taza metálica en la que toda la
vida ha tomado café.
Me llamó por mi nombre
pidiendo que me acercara a ella. A sabiendas de lo que vería, me dijo que la
mejor hora para leer la taza de café es durante el amanecer de gallos cantando
y cielo completamente despejado. En verano el cielo barranquillero, en la Costa
Norte colombiana, es una fusión perfecta de tonos azules intensos.
Su rostro cambió de
repente. Quise preguntar si estaba molesta o incómoda por algo, pero no me dio
tiempo de hablar. Voz en cuello gritó que la prima Magola nos visitaría y eso
la ponía de mal humor.
La tía Rosalbina siempre
se oponía a la visita de la prima Magola, aduciendo que era una mujer de
“mirada fuerte” y que, por tanto, los niños de casa estábamos expuestos a
padecer de “mal de ojo”.
Instigada por la
predicción, mi madre, Margarita, nos resguardaba de la presencia de la pariente
lejana encerrándonos en su cuarto bajo llave. Magola era una mujer de corta
estatura, cara redonda y cataratas en los ojos que se tomaba el trabajo de
salir muy temprano de Campo de la Cruz, para pasar el día en Barranquilla con
los únicos familiares vivos que le quedaban.
Una vez la visita se
extendió hasta altas horas de la noche. El más glotón de los cuatro hermanos se
quejaba demandando alimento y bebida. Un pan de cien pesos con queso y
salchichón, acompañado de un refresco de naranja, fue suficiente para saciar mi
hambre sempiterna.
Después de marcharse la
prima Magola, la tía Rosalbina nos rezaba y hacía colocar una escoba al revés
detrás de la puerta principal de la casa. "Para que no vuelva más".
La superstición nunca dio buenos resultados. Siempre regresaba.
Cobradores en evidencia
Los vendedores
callejeros a quienes la tía Rosalbina compraba mercancías de poco valor
comercial, no escapaban de sus artilugios.
El vendedor de almohadas
era el más fácil de identificar entre las figuras que formaba el café. De
rostro regordete, el hombre que se movilizaba en motocicleta llegaba a casa
cualquier día, a cualquier hora, solicitando el pago de la cuota del mes.
Todos sabíamos que
vendría y lo que teníamos que decir. Muy temprano la tía Rosalbina había salido
de viaje a Venezuela, a visitar al primo “Pucho” porque estaba gravemente
enfermo, y no regresaría hasta dentro de un mes.
El vendedor de
ventiladores era muy parecido al que le había dejado el juego de cama “para
pagar en cómodas cuotas”. El dilema parecía difícil de resolver. La tía
Rosalbina pestañaba maquinalmente y el tic nervioso amenazaba con sobrevenirle.
Cuatro vueltas más a la taza se hicieron necesarias para identificar plenamente
al vendedor.
“Ahora sí está clarito.
El que viene es el desgraciado del juego de cama, que no me deja en paz”. Nos
dio a todos en casa las instrucciones pertinentes. El argumento era infalible.
El primo “Pucho” habría sufrido una recaída y estaría en cuidados intensivos.
“Tía va a regresar de Venezuela sin un solo peso”.
Números ganadores
Además de rostros, la
tía Rosalbina también aseguraba identificar números entre el sedimento del
café. Apostadora empedernida de juegos de azar, acertar los números del
“chance” era lo que más anhelaba, aunque muy contadas veces podía verlos.
Una mañana escuché sus
pasos por el corredor. Todavía estaba oscuro y el abuelo Domingo no había
abierto la puerta del patio. Ella misma quitó la tranca, corrió el pestillo y
salió. Había soñado con frutas en abundancia.
Me levanté de la cama y
me dirigí hasta su lugar preferido debajo del árbol de caimito. En el sueño
había visto mangos gigantes que colgaban de ramas incapaces de soportar el peso
y por tanto rozaban el suelo. Me dijo que ese era un presagio muy favorable
para las finanzas. En otras palabras, según sus creencias, el sueño le
anunciaba mucho dinero.
El café ese día estuvo
hecho más temprano que nunca. Minutos más tarde, la tía Rosalbina me hacía
mirar el fondo de la taza. No veía nada distinto a gránulos de café dispersos
por las paredes internas del recipiente de peltre. Volví a mirar. Nada. Otra
vez. Nada. No aguantó más y me preguntó enfurecida si yo estaba ciego.
Según ella, los números
estaban claros: cuatro, uno y seis. Al día siguiente había dinero extra en casa
y el abuelo Domingo no tuvo que sacar ni un peso de su cartera para comprar
alimentos. El resto del premio lo escondió envuelto en pedacitos de papel periódico
en un lugar que pocos conocían. Me cuento entre los privilegiados. Por eso
nunca me faltaba algo de comida adicional antes de irme a la cama.
Hoy octogenaria, la tía Rosalbina afirma que ha perdido esa
clarividencia de años pretéritos. Cierto o falso todavía mi madre y mis otras
tías solteronas la observan en el patio, en su mecedora y bajo el frondoso
árbol de caimito dándole vueltas a la taza metálica esperando ver algún día el
rostro del sobrino que hace ocho años está radicado en el país de “los monos
ojos azules”. Dice que todavía no lo ha visto, pero que mañana tendrá un viaje
de improviso a Venezuela porque vendrá el cobrador de las escobas y los
trapeadores.
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