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sábado, 1 de junio de 2013

Pobre niñez gratísima


Por Daniel Castropé

Nací la mañana diluvial de un día de agosto tan caluroso que la lluvia hacía más reverberantes los vapores naturales del Caribe. El hospital era sucio, de mala muerte. Sus empleados estaban en huelga y, no existiendo otra alternativa, la tía Rosalbina tuvo que asistir a un médico ebrio hasta la coronilla en el momento crucial del parto.

Estuvo lloviendo todo el día, y toda la semana, y todo el mes. En agosto siempre llueve, decía el abuelo Domingo Peñaloza Lauforie con aquella seguridad de quien mastica tabaco para sentir fuerza en los testículos. Me arroparon entre sábanas viejas; no había otras disponibles para protegerme de la lluvia. Cuando eres pobre el bienestar y las comodidades rozan tu tejado y se alejan espantadas. El mayor confort que podían darle al recién nacido era transportarlo a casa en el taxi de un vecino, el "señor José", quien debió esperar un par de semanas para contar las monedas del pago de la carrera.

En casa me recibieron los rostros expectantes de media docena de tías solteronas. Cuenta mi madre que, a falta de hombres y de hijos, sus hermanas mayores se sorprendieron al percatarse de la existencia del elemento que me confiere la condición masculina. La primera vez que la tía Fanny me dio un baño en el fregadero del patio hizo lo humanamente posible para no tocar lo que desconocía. La tía Rosalbina la reconvino pretendiendo relevarla en su tarea. Las dos terminaron liadas en una colosal controversia por aquello de la asepsia genital.

En medio de la pobreza es falso que la gente pase hambre. Un pedazo de pan, agua con azúcar, sopa de verduras: siempre había para escoger. Jugo de mango del árbol de Pedro, la gallina de la abuelita de Gertrúdiz, el conejo de la hija de Petra: los vecinos eran solidarios. Cuando lloraba más de la cuenta enviaban a casa arroz cocido barnizado con guiso de tomate y cebolla para alentar la producción de leche en los pechos de mi madre, una enclenque mujercita de 21 años a la sazón, de ojos enormes pero hechizantes y una cabellera que le daba hasta los límites de unas nalgas escuálidas. El "señor José" no dejaba de proveer jugos embotellados. Entonces, la pobreza terminó por engordarme.

Cuando tenía un año parecía una bola. La tía Rosalbina me llevaba al centro de la ciudad y las empleadas de los almacenes quedaban prendadas del niño de cuello cubierto por protuberantes rollos de carne magra propensos a los dedos de féminas que todo lo estrujan. En contraprestación, las ocasionales mujeres pagaban de sus sueldos pírricos lo que la tía Rosalbina pedía a mi nombre, incluso billetes de lotería con la justificación de procurar un mejor futuro para el chiquillo.

Aquella tía –mi segunda madre– hacía cualquier peripecia por conseguirme el alimento diario. Mis primeros recuerdos la proyectan estampando sellos húmedos en recetas para meretrices de los burdeles del centro. Todas quedaban completamente libres de venéreas cuando firmaba "el doctor David Ortiz, de la División de Enfermedades Transmisibles". Esas pobres mujeres tenían que ganarse el sustento diario de alguna forma. La tía Rosalbina también.

Con el dinero hacía compras inmensas, pero al cabo de quince días se volvían a poner de moda en casa los nombres Pedro, Gertrudiz, Petra y el "señor José". La riqueza volvía a rozar nuestro techo y enseguida huía despavorida, quedando al mando su archirrival eterno: la pobreza, personaje siniestro que conocí de cerca en mi niñez y de quien guardo los más gratos recuerdos.



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