Por Daniel Castropé
Nací la mañana
diluvial de un día de agosto tan caluroso que la lluvia hacía más reverberantes
los vapores naturales del Caribe. El hospital era sucio, de mala muerte. Sus
empleados estaban en huelga y, no existiendo otra alternativa, la tía Rosalbina
tuvo que asistir a un médico ebrio hasta la coronilla en el momento crucial del
parto.
Estuvo lloviendo todo
el día, y toda la semana, y todo el mes. En agosto siempre llueve, decía el abuelo
Domingo Peñaloza Lauforie con aquella seguridad de quien mastica tabaco para
sentir fuerza en los testículos. Me arroparon entre sábanas viejas; no había
otras disponibles para protegerme de la lluvia. Cuando eres pobre el bienestar
y las comodidades rozan tu tejado y se alejan espantadas. El mayor confort que
podían darle al recién nacido era transportarlo a casa en el taxi de un vecino,
el "señor José", quien debió esperar un par de semanas para contar
las monedas del pago de la carrera.
En casa me recibieron
los rostros expectantes de media docena de tías solteronas. Cuenta mi madre
que, a falta de hombres y de hijos, sus hermanas mayores se sorprendieron al
percatarse de la existencia del elemento que me confiere la condición
masculina. La primera vez que la tía Fanny me dio un baño en el fregadero del
patio hizo lo humanamente posible para no tocar lo que desconocía. La tía
Rosalbina la reconvino pretendiendo relevarla en su tarea. Las dos terminaron
liadas en una colosal controversia por aquello de la asepsia genital.
En medio de la
pobreza es falso que la gente pase hambre. Un pedazo de pan, agua con azúcar,
sopa de verduras: siempre había para escoger. Jugo de mango del árbol de Pedro,
la gallina de la abuelita de Gertrúdiz, el conejo de la hija de Petra: los vecinos
eran solidarios. Cuando lloraba más de la cuenta enviaban a casa arroz cocido
barnizado con guiso de tomate y cebolla para alentar la producción de leche en
los pechos de mi madre, una enclenque mujercita de 21 años a la sazón, de ojos
enormes pero hechizantes y una cabellera que le daba hasta los límites de unas
nalgas escuálidas. El "señor José" no dejaba de proveer jugos
embotellados. Entonces, la pobreza terminó por engordarme.
Cuando tenía un año
parecía una bola. La tía Rosalbina me llevaba al centro de la ciudad y las
empleadas de los almacenes quedaban prendadas del niño de cuello cubierto por
protuberantes rollos de carne magra propensos a los dedos de féminas que todo
lo estrujan. En contraprestación, las ocasionales mujeres pagaban de sus sueldos
pírricos lo que la tía Rosalbina pedía a mi nombre, incluso billetes de lotería
con la justificación de procurar un mejor futuro para el chiquillo.
Aquella tía –mi
segunda madre– hacía cualquier peripecia por conseguirme el alimento diario.
Mis primeros recuerdos la proyectan estampando sellos húmedos en recetas para
meretrices de los burdeles del centro. Todas quedaban completamente libres de
venéreas cuando firmaba "el doctor David Ortiz, de la División de
Enfermedades Transmisibles". Esas pobres mujeres tenían que ganarse el
sustento diario de alguna forma. La tía Rosalbina también.
Con el dinero hacía
compras inmensas, pero al cabo de quince días se volvían a poner de moda en
casa los nombres Pedro, Gertrudiz, Petra y el "señor José". La
riqueza volvía a rozar nuestro techo y enseguida huía despavorida, quedando al
mando su archirrival eterno: la pobreza, personaje siniestro que conocí de
cerca en mi niñez y de quien guardo los más gratos recuerdos.
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