Por Daniel Castropé
Antes de empacar maletas con rumbo a Estados Unidos, mi mujer tenía la perentoria necesidad de visitar el
zoológico de su ciudad.
Es cubana, nacida en La Habana. Creció entre animales silvestres: unos aullaban, otros ladraban, algunos
cacareaban -y siguen haciéndolo desde el
gobierno. La sorpresa de ella fue mayúscula; los animales estaban casi extintos.
Así pudo constatarlo
con su hijo de siete años a la sazón. Él fue quien lanzó la alerta:
"Mamá, ¿dónde están los
animales?". Encontraron un zoológico prácticamente
desolado. De las tres jirafas solo quedaba una escuálida que estiraba el cuello hasta más no poder tratando de apreciar el fulgor de la ciudad que se
yergue a 90 millas de distancia: el sueño de todos los cubanos no comunistas.
Su relato me causó profunda desazón. El área de los cocodrilos parecía un desierto enmarañado de surcos producto de una sequía similar a la que relata la Biblia, en
los tiempos de José. Sentí compasión por esos animales que siempre están vigilantes, quietos, silentes. "Chivatos" del gobierno
y cocodrilos guardan una proporción enorme. Todo lo ven, todo lo escuchan, pero a diferencia de los
cocodrilos, aquellos hablan, denuncian y muchas veces se ahogan en los pantanos
de sus propias heces.
"¿Por qué me trajiste aquí, mamá?". Mi mujer enmudeció por un instante tan largo como cómplice. "Somos cubanos, hijo, y debes llevarte una imagen del
país que vamos a
dejar", respondió tardíamente. El niño observaba las aves encerradas en una jaula que desde su óptica infantil, parecía rozar el cielo a donde llegan los
lamentos. "¿Mi tío y mis primos se quedarán viviendo en Cuba?", inquirió el muchacho, palabras que se hicieron
sordas tras el canto ruin de aves de rapiña.
De repente, -dicho por ella misma- se sintió presa en otra jaula desde donde tres
monos tristes posaron sus ojos sobre el paquete de golosinas del niño como si nada más les importara en el mundo. Bajaron
lentamente, recostaron sus pechos contra los barrotes de hierro oxidado,
estiraron sus brazos, el niño compartió con ellos y, entrenados por la madre
naturaleza de la resignación, regresaron a sus
lugares en lo alto de la jaula como si se aprestaran a escuchar la trillada
consigna comunista: "Patria, muerte, venceremos".
Enseguida el área de juegos se
abrió a la vista de
madre e hijo como un espectáculo dantesco.
"¿Mamá, así de feos son los parques en Estados Unidos?". No hubo tiempo
para que se produjera una respuesta. El hombre encargado de la administración, promoción, tesorería y limpieza del área, entre otras funciones, se esmeraba
por cautivar a sus nuevos clientes. "La tarifa es de 5 pesos
cubanos". Mi mujer hurgó en el fondo de la
cartera, el hombre no dejaba de observar el movimiento de la mano esperando el
dinero. "No temas, muchacho, si te ocurriera algún accidente en el parque, en Cuba tenemos la medicina más avanzada del mundo", espetó el hombre.
La hora de partir llegaba con los primeros pincelazos de
oscuridad. Los pocos animales que siguen permitiendo que denominen "zoológico" a ese lugar se disponían a descansar. Una misión estaba aún inconclusa. Mi mujer se acercó a la jaula del viejo león. "De parte de mi padre te traigo esta dulce manzana. No
tengas vergüenza. Todos sabemos
que Cuba es el único lugar del
mundo donde los leones son vegetarianos porque la carne se la comen los que
trabajan con el gobierno".
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