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jueves, 16 de mayo de 2013

La tristeza de quedarse sin papel higiénico





 Por Daniel Castropé

¿Habrá algo más triste que quedarse sin papel higiénico? La pregunta me conduce indefectiblemente a un pasaje de la niñez que creía superado hasta el momento en que el presidente venezolano Nicolás Maduro, puso el tema de moda en medios de comunicación y redes sociales.



Tengo nueve años, no pueden ser diez porque no he mudado todos los dientes. El baño del patio, cubículo de dos metros por tres, de calados que dejan ver las hojas del árbol de caimito, es el lugar que visito religiosamente cada mañana a las siete en punto. No podría ser más tarde porque un minuto después de las siete debo estar cepillándome los dientes. El abuelo Domingo Peñaloza Lauforie vigila el cumplimiento estricto de los tiempos.

En cincuenta segundos me siento aliviado. Tardar más de ese tiempo sería crear una maníaca dependencia que podría enfurecer al abuelo. A tientas, como esos hombres mañosos en el lecho nupcial u otros en camas incendiadas por la aventura, intento alcanzar el elemento que podrá remediar el resultado de mi sensación de libertad por veinticuatro horas. ¿Dónde está? No lo encuentro. El grito es escuchado por la tía Rosalbina, quien, como siempre, a las siete en punto de la mañana, recoge las hojas del árbol de almendro de la terraza.

Es la primera vez que me siento triste y desprotegido. Nunca había visto el portapapel vacío. Nunca el intento de alcanzar el papel higiénico, a ciegas, motivado por un instinto de preservación natural, había sido en vano. Pero se ha roto la regla. Los tiempos trazados por el abuelo sufrirán variaciones.

La tía Rosalbina sale como instigada por fuerzas malignas rumbo a la tienda más cercana. Está cerrada, no abre sus puertas al público sino a las ocho de la mañana. Una hora es una eternidad sentado en el inodoro. Empezar a leer En busca del tiempo perdido, de Proust, podría ser una opción interesante. No. Los olores me recuerdan al infierno de Dante.

De repente una mano, un brazo, medio cuerpo, irrumpe por la puerta del minúsculo baño. El abuelo me entrega un periódico. Mis ojos se prenden de una nota que reseña la historia de un viejo dictador sin edad que llegó al poder tras un golpe militar en el Macondo próximo a descubrir. La lectura es amena, pero mientras la tía Rosalbina no traiga el rollo de papel higiénico de repuesto seguiré aquí preso de las circunstancias, abandonado a mi suerte, con las esperanzas perdidas de aquel anciano en El otoño del patriarca.

Los pasos de plomo del abuelo se convierten en sonidos que laceran el sentimiento de desconsuelo contenido en el pequeño receptáculo. ¿Por qué no sales ya?, me pregunta con ese tono recio que hace correr a los perros. Cuando le explico que sigo esperando el papel higiénico que busca desesperadamente la tía Rosalbina por toda la urbe habitada, me ha espetado las palabras que aún resuenan en mi mente: ¡Mira, muchacho! ¿Y para qué crees que te pasé el periódico?



2 comentarios:

  1. Cómo solían decir en mi pueblo; qué vaina buena! Nojoda compadre la tenía madurita. Es una crónica o un cuento? En todo caso excelente, me gustan esos relatos para recordarnos porque es tan bello saber escribir, no cansa a nadie así se hable de mierda, al contrario no importan los hedores queda uno con ganas de seguir leyendo. Sarcásticamente muchos se preguntan para qué quiere Maduro tanto papel higiénico si tiene a los venezolanos sin nadita que comer, y aseguran que si no se come no se….
    Un abrazo.

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    Respuestas
    1. Gracias, viejo Lucho. Pues, mi hermanazo, esos 50 millones de rollos de papel higiénico no son totalmente para el pueblo. Una parte, tal vez la mayor, la destinará Maduro para limpiar toda la mierda que habla a diario, sin contar la otra... Saludos y sigamos cavilando.

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