Por Daniel Castropé
La hora no
importa. Es tarde y camino por una calle del Vedado acompañado de Alberto, Juan y Mario. Siento inquietud. Es la primera vez que visito la isla. En mi mente,
Cuba es sinónimo de represión y escasas libertades.
Mario trae
una botella de ron Varadero y la destapa sin dilación. Me apresto a servir los
tragos cuando percibo una mirada que se proyecta desde la sombra envolvente de
una vetusta mansión de “la época del capitalismo”, expresión muy común en la
isla que encierra nostalgia y romanticismo.
Sus ojos
son negros como el cielo de esta noche sin luna. Viste uniforme color gris y
exhibe el cabello recogido. Es una agente de policía de mirada dócil y
complaciente. Solo me mira, sigo caminando. Nadie me detiene.
Alberto, Juan y Mario perciben nerviosismo en mis pasos. En verdad, las piernas me tiemblan.
Miro hacia atrás una y otra vez. La silueta de la agente de policía parece
perderse en un pozo negro y profundo. Por un instante me imagino preso en una
cárcel junto a recalcitrantes opositores al Gobierno.
A esta hora
de la noche, la porción de La Habana que recorremos es un hervidero humano. En
una esquina tres jóvenes toman cerveza Cristal y hablan de las muchachas de
faldas cortas y exuberantes traseros que se encuentran al otro lado de la
calle.
El portero
del “night club”, un moreno de dos metros de altura que viste de smoking,
comenta sobre las dos chicas solteras que acaban de entrar. Realmente son dos
chicos en tacos altos y vestidos ceñidos al cuerpo. Muy lindas.
De la nada
aparece la joven quinceañera que deambula por las calles con una niña de dos
años en brazos. Me dice que su hija tiene hambre. Es evidente: los ojos de la
niña presentan un brillo inusual que los hace ver tristes y apagados.
La tarifa
es de cinco pesos convertibles, cinco billetes que mitigarán el hambre de las
dos niñas –una un poco mayor que la otra- y el deseo sexual de otro cliente en
la penumbra de cualquier portal o callejón. Sin luna no hay testigo.
Nos movemos
hacia La Habana Vieja. El viejo del tabaco Cohíba muestra un profundo placer al
expulsar el humo blancuzco que se funde lentamente con el cielo de ébano. Es
fiel admirador de Fidel y del Ché. Dice que todos los días lleva alimentos a la
mesa gracias a la Revolución.
El cielo
comienza a presentar los primeros pincelazos de luz. En el viejo Lada modelo 72
de Alberto se mezclan en mi mente las imágenes de la noche que recién termina. Reflexiones
y conclusiones siempre emergen al final.
Hay hambre pero los cubanos
han aprendido a resolver el problema. Quienes te observan pueden ver o no ver.
Los extranjeros son tratados con exquisita amabilidad en la isla y mujeres
lindas abundan por todas partes. Lo dicen Alberto, Juan y Mario. No
puedo decir algo distinto. En ciertas controversias es difícil ponerse de acuerdo…
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