Por Daniel
Castropé
Temeroso
como viven decenas de opositores, Octavio es conminado a abrir el equipaje de
mano delante de cuatro agentes de la aduana. Se siente rodeado por pirañas
dentro de una estrecha bañera en un décimo piso. “Todos quieren morderme”,
piensa –con razón– mientras que la agente de ojos vivaces, quizás jefe, tal vez
supervisora, dice que la multa por introducir teléfonos celulares a la isla
será muy alta.