Por Daniel
Castropé
Temeroso
como viven decenas de opositores, Octavio es conminado a abrir el equipaje de
mano delante de cuatro agentes de la aduana. Se siente rodeado por pirañas
dentro de una estrecha bañera en un décimo piso. “Todos quieren morderme”,
piensa –con razón– mientras que la agente de ojos vivaces, quizás jefe, tal vez
supervisora, dice que la multa por introducir teléfonos celulares a la isla
será muy alta.
Se refiere a
dos celulares que, aprovechando una oferta de último momento, Octavio adquirió
por diecinueve dólares americanos cada uno. Dos celulares de baja gama. Dos
celulares que le han pedido en su más reciente llamada telefónica y que lleva
como regalos para alegrar la existencia de sendas adolescentes que sueñan con
conectarse por primera vez a internet y tener su propia cuenta en Facebook.
“Para que me vean en la *‘Yuma’ mis primas”, le habría dicho una de ellas.
El trámite
debería ser rápido. El área de aduana en la terminal tres del aeropuerto José
Martí es un hervidero humano. Una Babel donde el pasajero puede salir a
encontrarse o reencontrarse con familiares o allegados pagando “por la
izquierda” una suma pírrica –cien dólares en promedio– o, por el contrario, siguiendo
la ley, elevadas cantidades de dinero –probablemente más de doscientos– si
quiere abandonar el establecimiento aeroportuario seguro de que los regalos que
trae consigo llegarán a manos de sus destinatarios.
Octavio no
sabe a quién responderle ni a quién dirigirse. Todos le hablan al tiempo.
Recuerda que alguna vez un cubano le dijo que “marearte” es el propósito para
que, una vez acorralado, no haya otra opción distinta a meterse la mano al
bolsillo, sacar unos billetes producidos con trabajo arduo, entregarlos a agentes aduaneros corruptos y mal remunerados,
y, luego del mal momento, volver a respirar tranquilamente. Contra este tipo de
“mareo” los laboratorios alemanes no han inventado una pastilla efectiva.
La jefe o
supervisora retoma la palabra. Octavio tendrá que pagar por los dos celulares
cien dólares que engrosarán las arcas del fisco cubano. Es un dinero necesario,
muy útil. La Revolución no se alimenta de buenas intenciones. Tampoco las familias
de quienes laboran en la aduana. De tal suerte que si Octavio decide hacer las
cosas de otro modo, es decir “por la izquierda” solo tendrá que pagar sesenta
dólares por los dos celulares que tuvieron un costo de treinta y ocho en una
tienda que cerraba sus puertas como consecuencia de la crisis económica en
Estados Unidos.
No se habla
más. El dinero tendrá que ser mimetizado en un papel plegado a manera de sobre
que le entrega la encargada de la transacción. Octavio se aparta y hace
conforme a lo acordado. Regresa a la mesa donde todavía se encuentra su
equipaje de mano. Sobresalen tres calzoncillos, dos camisetas, un pantalón de
jean, una tableta electrónica. ¿Una tableta? Los agentes aduaneros vuelven a la
carga.
La tarifa
por una tableta electrónica es de ciento cincuenta dólares. No importa la
marca. No importa la capacidad de almacenaje. No importa el tamaño. Ciento
cincuenta dólares que, como todo en la aduana, es una cifra negociable. Por supuesto
que ese dinero hace una falta enorme a la Revolución, pero las familias de los
agentes aduaneros también tienen necesidades.
Ochenta
dólares es el valor pactado. La operación esta vez será diferente. Octavio irá
hasta la mesita donde un empleado recibe el papel color blanco que utilizan los
pasajeros para consignar información relacionada con su estado de salud. En ese
mismo papel, plegado en razón del tamaño y forma de los billetes, el buen
samaritano deberá colocar el dinero y dejarlo al encargado de ese lugar.
Treinta
minutos han transcurrido y finalmente pasa el primer control aduanero. Recoger
el equipaje grande supone más tiempo. Por lo menos una hora si es que las
maletas o “gusanos” arribaron en este vuelo. No es el caso de Octavio. Un agente
aduanero informa que más de la mitad de la carga se ha quedado en el puerto de
origen. Hace calor. No hay una tienda en la que vendan refrescos o cualquier
chuchería para mitigar el hambre.
Otros
pasajeros con más experiencia sabían poco después de veinte minutos de espera
que el equipaje grande probablemente no había llegado. Delante de la puerta de
cristal opaco de la oficina de reclamos han formado una fila y Octavio es décimo
cuarto, casi el último. Una hora y media más tarde recibe el papel verde que
deberá presentar para la entrega de su equipaje en uno o dos días.
Horas más
tarde en casa la romería de gente es inagotable. Las dos muchachas están felices
con sus nuevos celulares “de la 'Yuma'”. El jovencito al que le habían prometido
la tableta no se cambia por nadie. Las otras personas muestran una especie de
desconsuelo en sus rostros. El equipaje grande de Octavio está en un limbo como
sus vidas en una isla de pocas oportunidades laborales y bajos ingresos per
cápita.
En el papel
verde aparece el teléfono al que debe llamar para efectos de confirmación. La
carga aún no llega. Es probable que esto suceda mañana. Debe volver a
comunicarse. Los destinarios de los regalos también ayudan con las llamadas
día, tarde y noche. Una luz aparece al final del camino. Parece que los
equipajes llegan esta noche.
A primera
hora, dos días más tarde, Octavio es uno de los tantos pasajeros que reclama su
equipaje, un “gusano” con setenta libras de regalos que se diferencia de los
otros por una cinta roja amarrada a las azas. A un lado de la estera se encuentra
todo el equipaje que llegó la noche anterior. Un maletero le ofrece sus
servicios. Aparece el “gusano”. Octavio cree que se acabaron sus problemas.
Malas noticias.
El “gusano”
fue “marcado” por contener artículos electrónicos. Octavio explica a la agente
aduanera que son dos discos duros externos de muy bajo valor comercial y cinco
memorias USB que le regalaron en Navidad. Más dinero, un nuevo disgusto.
Pagando cincuenta dólares el buen samaritano podrá irse definitivamente. La
dádiva para suplir parcialmente las necesidades de la familia de la agente es
pactada en cuarenta dólares. Trato hecho.
El modo de
entrega del dinero es muy distinto a los dos anteriores. Octavio debe salir del
área de aduana sin su equipaje que queda bajo la custodia del maletero. Afuera,
detrás de una columna y fuera del alcance de las cámaras, introduce los billetes
en una especie de sobre. Vuelve a ingresar. Pasajero y maletero salen
finalmente. Otros 20 dólares debe pagar por el transporte del equipaje hasta el
vehículo que lo espera en el parqueadero.
Octavio
regresa a la casa donde se hospeda. En menos de dos minutos el “gusano” con las
setenta libras de regalos queda completamente vacío. Caras felices. Hay licor, comida,
música, mujeres lindas. El buen samaritano se convierte en rey. Todos lo
aclaman. Todos lo veneran. Alguien pregunta cuándo regresará de nuevo a Cuba.
Días más
tarde en Miami, entre el calor y gente con el mismo acento cubano, Octavio todavía
no tiene respuesta a la pregunta…
*Forma como los cubanos llaman a Estados Unidos
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