Por Daniel Castropé
Tengo
la perniciosa tendencia de apoyar mis escritos en sucesos del ayer, no porque
crea fehacientemente que todo tiempo pasado fue mejor, pero sí convencido de
que podemos identificar moralejas de las experiencias vividas. En palabras
coloquiales: “de las caídas aprendemos”, y con *Pedro, aquel compañero de
estudios hace 20 años, estuve a punto de conocer un mundo que pudo atraparme en
sus redes falaces.
Estudiaba
en una universidad privada del Caribe. Algunos tildaban a *Pedro de homosexual
y, en razón a sus finas maneras y voz de flauta, pocos lo trataban. Nunca he
sido homofóbico pues creo que cada quien hace en la vida conforme a su
inalienable voluntad. Entonces, el buen compañero de clases de periodismo un
día me invitó a su casa, entramos a una habitación, el día estaba nublado, las
luces tenues. No tengas miedo, me dijo trepando sobre una voz de hombre. Esto
no es nada malo, advirtió adoptando semblante varonil. Sentí un leve escozor en
el bajo vientre. Me pidió tranquilidad con una voz más grave que la mía. Cuando
menos lo creía, un arma que había pertenecido al líder del movimiento
guerrillero M-19, Jaime Bateman Cayón, estaba entre mis manos gélidas.
Afortunadamente, el baño estaba a dos pasos de distancia.
De
regreso, cinco minutos más tarde, *Pedro me esperaba exhibiendo una sonrisa de
hombre perverso y señalando una suerte de libros de corte comunista desplegados
sobre la cama. Recitó los títulos de cada uno. Sonrió nuevamente, los maldijo.
Los libros pertenecían a estudiantes de leyes de otra universidad, el arma
nunca supe de dónde provino. El grupo al que pertenecía había hurtado los
textos marxistas con el propósito de quemarlos esa misma noche, y este que hoy
escribe estaba invitado a lo que sería una ceremonia de iniciación –o algo por
el estilo-.
El
lugar de reunión era una bodega abandonada del centro de la ciudad. Los jóvenes
que nos dieron la austera bienvenida parecían gigantes fornidos coronados por
rostros rozagantes y cabellos lacios en sus cabezas. *Pedro no era el maricón
del curso. Dentro pude apreciar sváticas nazi y pendones con la imagen de Hittler
en cada rincón. Se saludaban unos y otros con ademanes que se me antojaban
militares. Fue esa noche cuando escuché hablar por primera vez de las bondades
del fascismo como doctrina –sin serlo-; una opción de dominio sobre los más
débiles –aberrante conducta propiciada por Mussolini-.
En
el sitio se iba a realizar una sesión de tortura contra un joven negro con el
arma que perteneció a Bateman. No querían matarlo, solo asustarlo. De repente
alguien entró a prisa anunciando la presencia de la Policía. Unos cuarenta
muchachos saltamos la tapia posterior. Corrí por mi vida como nunca antes
mientras una luna tímida silueteaba el camino de regreso a casa.
No
supe de *Pedro durante largos años. Recientemente alguien me dijo que había
terminado periodismo y, además, leyes en otra ciudad. Lo más curioso del cuento
es que el ahora “doctor *Pedro” es un prestante funcionario público que se
moviliza en un fastuoso vehículo, como el mejor de los demócratas de este
mundo, y en campañas políticas a sus detractores llama despectivamente
“fascistas”.
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