Corría
el año 2002. En junio, a escasos meses de los atentados del 9/11, todavía el
país manaba un persistente olor a muerte y por las calles el gusanillo de la
inseguridad parecía meterse por los poros de las personas como catéteres,
creando un desasosiego fenomenal. El mundo norteamericano andaba con los
nervios alterados. Nadie te daba la hora en una gasolinera. Si te acercabas a
pedir información sobre el McDonalds más cercano, podías terminar en una
estación de policía. La gente desconfiaba de la gente. Una barba larga, unas
cejas extremadamente pobladas, turbantes, túnicas: todo lo contextualizado como
semejante a la raza árabe tenía matiz terrorista.
Digo
“corría” al comienzo del relato porque, a decir verdad, sin aquella exageración
literaria perniciosa, así se encontraban todos los Estados de la Unión. Por
supuesto, Miami no podía ser la excepción. Este Miami multicultural en el que
Cuba y sus costumbres tienen una alta representación, en el que “bollo” no es
lo mismo que comen en Colombia, acompañado de huevo frito o queso por las
mañanas; en donde expresiones populares como “Qué volá” no significa lo mismo
en Venezuela si a la segunda palabreja le quitamos la pesada carga de la tilde.
Este Miami en el que encontré dos periódicos: uno con mayor énfasis en la
información para la comunidad cubana y el otro –el otro- también.
Dos
periódicos para una urbe gigantesca. Uno muy sólido, con una edificación
esplendorosa cuyas sombras reposaban sobre los patios de las mansiones de Star
Island en las tardes veraniegas, con una planta de personal tan grande como
cuarenta establecimientos de comidas rápidas incluyendo empleados de a 7
dólares por hora, y una tradición de prestigio en el Sur de la Florida. El otro
medio impreso estaba próximo a cumplir 50 años, y pare de contar. ¿Qué más
podría decir?
Ese
otro periódico, cuyo ejemplar compré en la gasolinera donde al pedir la hora un
hombre corrió a guarecerse en su vehículo, era –es y seguirá siendo- Diario Las
Américas. Como lo que soy, inquieto y escudriñador, quise absolver algunas
dudas de rigor ante lo que tenía entre manos. El nicaragüense del mostrador
tenía cara de japonés y hablaba hindi. Hice un gesto, él me respondió con otro.
Sonreí, él respondió igual. Hacía calor, él me dijo que también hablaba
español. ¡Bendita suerte la mía! Me acababa de ganar los 590 millones del
Powerball sin haberlo comprado.
Soy
periodista y escritor. Vengo de Colombia. ¿Sabes dónde queda ese país? ¿Has
oído hablar de Uribe? Allá trabajo en Caracol Radio, escribo columnas para dos
periódicos. Soy creyente. ¿Crees en Dios, Buda o Alá? Me dijiste que eres
nicaragüense, que tu padre era japonés y que aprendiste hindi con tu difunta
primera esposa. ¿Sabes algo sobre este periódico? Aquí dice… Déjame ver bien,
la tinta está un tanto corrida. Ya lo tengo: Diario Las Américas. ¿Sabes
cuántos ejemplares vende por día? ¿Quiénes son sus periodistas? ¿Publica
suficientes avisos diarios?
El
empleado de la gasolinera era la persona más indicada. Su mujer había sido
contadora de ese –éste- periódico y conocía detalles que podrían servir para
satisfacer la curiosidad de mucha gente: solo la mía –por favor, no insistan en
líneas posteriores-. Me respondió a todo. Algunas veces fue más allá de los
linderos de las preguntas entregándome datos que bien podría utilizar Assange
cuando recupere la libertad. Por ejemplo, el muy avispado “nica” con cara de
nipón y lengua hindú me dijo que… Nada puedo decir. Nada puedo revelar. Me hizo
jurar ante una efigie del Rey Salomón –no sé si era Buda, me pareció demasiado
flaco y ojeroso- que jamás abriría la boca. Doy fe que he cumplido. A no ser
que algún día, profundamente dormido y como consecuencia de la mala costumbre
de hablar mientras me encuentro en los brazos de Morfeo, haya terminado
rompiendo el pacto y hoy mi esposa también conozca del asunto.
Pero
sí me dijo algunos aspectos que, supongo, no entraron dentro del juramento. En
sus propias palabras, para no faltar a la verdad objetiva: este periódico vende
–vendía- muy pocos ejemplares, los periodistas que laboran allí son pocos
–ahora son los suficientes y, por supuesto, los mejores- y la publicidad que
sacan es relativamente escasa –un evento del pasado-. Añadió algo que también
hace parte de la historia: lo compran solamente viejitos cubanos para varios
usos. Lo leen de cabo a rabo, luego les sirve de abanico para mitigar el calor
y otras veces como estera para evitar ensuciarse las posaderas, pero es peor el
remedio que la enfermedad. Las noticias se les marcan en los pantalones…
Ahora,
once años más tarde, recapitulo sobre la charla con aquel hombre de la
gasolinera. Tomo entre mis manos un ejemplar del periódico, que parece otro.
Cuánta creatividad, cuánto despliegue noticioso. Hace calor, en el Caribe
siempre habrá calor. Pienso sin la angustia de los tiempos posteriores al 9/11.
Cavilaciones, muchas reflexiones en mi mente. Los aires que soplan hoy son
otros para este medio insignia del Sur de la Florida… Buen viento y buena mar,
Diario Las Américas. Estás próximo a cumplir 60 años en el corazón de los
miamenses.
No hay comentarios:
Publicar un comentario