Entre los poetas más burlescos de la humanidad, capaz de satirizar lo culto y exaltar lo burdo o coloquial, tenemos que darle un sitial especial al español Luis de Góngora y Argote, aquel que inmortalizó la frase “Ándeme yo caliente y ríase la gente”, en su composición estelar del mismo nombre. El poeta, de origen cordobés, fue dado a la vida licenciosa. El licor lo inspiraba para escribir. Tal vez no se conocía para entonces –o no estaba de moda- entre los ibéricos el éxtasis que produce la marihuana, hierba cuyo consumo data de más de 2.700 años.
Entre los periodistas de esa línea satírica en Colombia sobresalió Lucas Caballero Calderón, nombre que por sí solo diría poco a las nuevas generaciones, por lo que es necesario precisar su seudónimo: Klim, leche al revés en inglés (m.i.l.k invertido). Este escritor y periodista, quien laboró para El Tiempo y dejó la burla de la vida hace 25 años, se caracterizó por su pluma punzante y mordaz, pero también por una incomparable gracia natural e irreverencia. Periodistas de ese talante caricaturesco pocos existen. Quizá no los hay en ejercicio.
La picaresca o la burla se han utilizado para ridiculizar lo formal o informal de una persona. A César Gaviria se le hacían bromas constantes por su acento del Viejo Caldas. A Andrés Pastrana por la “silla vacía” en el Caguán y su pasado disipado con Pambelé. Más atrás en el tiempo, a Julio César Turbay Ayala se le recalcaba su supuesto bajo coeficiente intelectual. Un chiste sobre este ex presidente viene a mi memoria: Turbay llegó a Venecia, Italia. Al ver a los gondoleros se dirigió a ellos, con voz al cuello, para ofrecerles la solidaridad del pueblo colombiano: “Amigos damnificados por el invierno…” (Risas).
Se puede criticar de esa manera. La Constitución colombiana lo permite: ARTÍCULO 20. Se garantiza a toda persona la libertad de expresar y difundir su pensamiento y opiniones, la de informar y recibir información veraz e imparcial, y la de fundar medios masivos de comunicación. La Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 1948, refuerza ese mandato del constituyente primario: Artículo 19. Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.
Pero así como hay día, coexiste la noche. Podemos expresar lo que pensamos, pero con limitaciones pertinentes, pues nos es ilícito conculcar la honra y buen nombre de una persona. Lo íntimo de un ser no puede someterse al escrutinio público sin la autorización expresa de la persona, y a menos que lo sujeto a revelar tenga algún interés comunitario. Qué nos debe importar que Pedro pertenezca a la religión de los Pitufos y que en las noches de aquelarres invoque a dioses extraños. Ello obedece a una decisión personal y, por ende, su conducta cae en el espectro de la intimidad. Preceptos en este sentido están consignados en la Constitución, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y muchos otros documentos.
Entonces se colige que sí hay cortapisas sanas. Como periodistas o escritores de la realidad de nuestro entorno real o irreal adolecemos de licencia para matar y desmembrar a la presa. A los funcionarios públicos, verbigracia, podemos auscultarles su capacidad administrativa o de ejecución de otra naturaleza, pero nada más. Qué nos interesa que Ebiru sea devoto de una virgen, que se la pase todo el día rezando y haciendo meditación. Las creencias personales contextualizan su intimidad inviolable.
La libertad de pensamiento y expresión no es en sí un semáforo en verde para decir o escribir lo que se nos antoje. El contrapeso lo constituye el derecho a la honra y el buen nombre que todos tenemos como derecho indeleble. Los ímpetus nos llevan a violar constantemente ese principio. Seamos sobrios y respetuosos al ejercer el periodismo. Que no sea el licor de las pasiones, como en el caso de de Góngora y Argote, el éxtasis de nuestra musa.
Entre los periodistas de esa línea satírica en Colombia sobresalió Lucas Caballero Calderón, nombre que por sí solo diría poco a las nuevas generaciones, por lo que es necesario precisar su seudónimo: Klim, leche al revés en inglés (m.i.l.k invertido). Este escritor y periodista, quien laboró para El Tiempo y dejó la burla de la vida hace 25 años, se caracterizó por su pluma punzante y mordaz, pero también por una incomparable gracia natural e irreverencia. Periodistas de ese talante caricaturesco pocos existen. Quizá no los hay en ejercicio.
La picaresca o la burla se han utilizado para ridiculizar lo formal o informal de una persona. A César Gaviria se le hacían bromas constantes por su acento del Viejo Caldas. A Andrés Pastrana por la “silla vacía” en el Caguán y su pasado disipado con Pambelé. Más atrás en el tiempo, a Julio César Turbay Ayala se le recalcaba su supuesto bajo coeficiente intelectual. Un chiste sobre este ex presidente viene a mi memoria: Turbay llegó a Venecia, Italia. Al ver a los gondoleros se dirigió a ellos, con voz al cuello, para ofrecerles la solidaridad del pueblo colombiano: “Amigos damnificados por el invierno…” (Risas).
Se puede criticar de esa manera. La Constitución colombiana lo permite: ARTÍCULO 20. Se garantiza a toda persona la libertad de expresar y difundir su pensamiento y opiniones, la de informar y recibir información veraz e imparcial, y la de fundar medios masivos de comunicación. La Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 1948, refuerza ese mandato del constituyente primario: Artículo 19. Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.
Pero así como hay día, coexiste la noche. Podemos expresar lo que pensamos, pero con limitaciones pertinentes, pues nos es ilícito conculcar la honra y buen nombre de una persona. Lo íntimo de un ser no puede someterse al escrutinio público sin la autorización expresa de la persona, y a menos que lo sujeto a revelar tenga algún interés comunitario. Qué nos debe importar que Pedro pertenezca a la religión de los Pitufos y que en las noches de aquelarres invoque a dioses extraños. Ello obedece a una decisión personal y, por ende, su conducta cae en el espectro de la intimidad. Preceptos en este sentido están consignados en la Constitución, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y muchos otros documentos.
Entonces se colige que sí hay cortapisas sanas. Como periodistas o escritores de la realidad de nuestro entorno real o irreal adolecemos de licencia para matar y desmembrar a la presa. A los funcionarios públicos, verbigracia, podemos auscultarles su capacidad administrativa o de ejecución de otra naturaleza, pero nada más. Qué nos interesa que Ebiru sea devoto de una virgen, que se la pase todo el día rezando y haciendo meditación. Las creencias personales contextualizan su intimidad inviolable.
La libertad de pensamiento y expresión no es en sí un semáforo en verde para decir o escribir lo que se nos antoje. El contrapeso lo constituye el derecho a la honra y el buen nombre que todos tenemos como derecho indeleble. Los ímpetus nos llevan a violar constantemente ese principio. Seamos sobrios y respetuosos al ejercer el periodismo. Que no sea el licor de las pasiones, como en el caso de de Góngora y Argote, el éxtasis de nuestra musa.
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