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lunes, 11 de mayo de 2009

Libertad de expresión y silencio

Cuando devuelvo la cinta de mi vida, siempre me viene a la memoria un compañero de universidad con el que anduve en pasos buenos, y también en travesuras propias de todo joven que recién capitaliza la libertad del yugo de los padres. A ese amigo entrañable lo llamaré Pedro.
En aquellos tiempos de pasiones juveniles desmedidas, aún obnubilados por los destellos de la reinserción a la vida civil de los miembros del grupo guerrillero M-19, Pedro era un defensor ardoroso de la libertad de pensamiento y opinión. Discutíamos en demasía. Él mostraba marcada inclinación hacia la toma del poder por las vías de hecho, con violencia si fuese el caso, pero nunca sin antes explorar el camino del diálogo. “Tú eres un subversivo en potencia”, le espetaba cuando no tenía otra salida. En cambio, sin faltar un ápice a la verdad –que bien pudiera surgir de una mentira amañada por el paso del tiempo-, no tuve su misma inclinación. O sí, en parte: el poder se obtiene por vías democráticas, como lo inspiraron los tres fundadores de esta filosofía en Grecia, y no por el camino armado; sin diálogo ni convencimiento es imposible alcanzar esa meta que tanta sangre inocente ha costado a países como Colombia.
Pedro fue radical en sus premisas. Además, lucía y vestía a la usanza de los muchachos rebeldes de la época: cabellos largos –sucios y piojosos-, camisa a rayas de mangas largas, por fuera del pantalón de jean descolorido; botas de cuero y mochila sanjacintera. En parrandas le escuché decir en más de una ocasión: “nunca, nunca, nunca –óigase bien- accederé a un puesto público”. Argumentaba que al hacerlo tendría que optar por el silencio. Tendría que callar. ¡Válgame Dios! ¡Pedro callado, mudo, sin musitar palabra! A pesar de mi incertidumbre, lo creí capaz de tanto pues lo decía compelido por una especie de fogosidad que entremezclaba pasión por el periodismo hablado y la genética de unos padres al mejor estilo “niña Tulia”, personaje famoso de El Flecha, de David Sánchez Juliao.
Pero el tiempo todo lo transforma. Cambié de ciudad, de amigos. Sin embargo, siempre estuve al tanto de la suerte de Pedro. Una tarde calurosa de septiembre –en el Caribe siempre el calor es palpable- recibo una llamada. Un amigo en común, de aquellos que pululan en el mundillo del periodismo, estaba ansioso por hablarme de las andanzas de Pedro. “¿¡Si supieras que tiene un contrato de asesoría en la Alcaldía de Barranquilla!?” En ese momento colgué el teléfono; casi lloro. No porque un cargo de esa naturaleza, predestinado a cumplir una labor social, sea deshonroso. Mi corazón se compungió al saber que Pedro el entusiasta, enemigo de cadenas y grillos morales, tendría que guardar silencio.
Es penoso cuando tenemos que callar. El Libro Sagrado le confiere a la palabra un poder elevado. Lo que digas puede ser realidad basado en la fe. Los mismos científicos no logran explicar este fenómeno. Muchos sicólogos recomiendan pertenecer a grupos religiosos para alargar la vida por medio de la palabra de Dios. Incluso, una palabra mal expresada puede causar guerras o actos deliberados. Cartagena de Indias, como Tribunal del Santo Oficio, en 1614, fue escenario de un hecho sin precedentes. Por primera vez se produjo en ese año lo que se denominó un “Auto de fe”, sancionando al hechicero Juan Lorenzo, al fraile Diego Piñeros, al carpintero Andrés Cuevas, al buhonero francés Juan Mercader, a Luis Andrea –acusado de hacer pacto con el diablo- y al portugués Francisco Rodríguez Cabral. A este último se le castigó porque rezaba mal el credo católico. Rodríguez Cabral no decía que Jesucristo «resucitó de entre los muertos» sino que «resucitó a los muertos». Le hubiera ido mejor rezando en silencio, mentalmente, sin decir palabra audible.
Hoy en Colombia, que ocupa el puesto 127 entre 173 países en materia de libertad de prensa, según la organización Reporteros Sin Fronteras, es mejor callar. Esa decisión se puede calificar como prudencia o cobardía. Callado no haces ruido. Los rifles lo hacen al disparar balas asesinas, pero nadie los oye. O tal vez sí, pero es conveniente decir lo contrario, o que estás perdiendo el sentido del oído y la perspectiva, pero intrínsecamente también la valentía para expresarte. Los cobardes –bajo presión cualquiera lo es- abundan en las salas de redacción de periódicos y revistas; los valientes yacen a tres metros bajo tierra o lejos de la patria, más muertos que vivos, anhelando abrazar a los suyos; o comer los alimentos que en la niñez les preparaban en casa. Los olores a vida del pasado se convierten en muerte presente, con cadenas opresoras que ahogan sueños. Ese es el precio del silencio o de la licencia para hablar. Hoy estoy convencido: Pedro finalmente tuvo la razón.

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