La Iglesia católica ha estado plagada de imperfecciones; el hombre también. Somos seres humanos que, por nuestra naturaleza pecaminosa, no podemos resistirnos a las tentaciones del mundo. El mismo apóstol Pablo dice que siempre quería hacer lo bueno y terminaba haciendo lo malo. Según la Biblia, el único que pudo oponer resistencia a las pruebas del diablo fue Jesucristo, tentado en tres ocasiones en el desierto. Lastimosamente no somos como Dios. Somos pecadores en potencia.
La novedad en Miami (¿cuál será la próxima?) es que el padre Alberto Cutié, sacerdote cubano-americano lo más parecido a un galán de telenovela, fue sorprendido en las playas de South Beach con una mujer de cuerpo escultural y cabellera hermosa, besándola, abrazándola y metiendo mano por debajo del bikini, mientras ella leía el libro El campo de la batalla de la mente, de la escritora cristiana Joyce Meyer. ¡Qué dilema tan grande!
Las pruebas son reveladoras. El paparazzi le hizo fotos en otros dos lugares con la misma mujer; a todas luces su novia. Solo un camino tuvo el padre Alberto: confirmar la verdad y pedirles perdón a los feligreses. El hecho le ocasionó la suspensión provisional de la iglesia donde oficiaba como párroco en el mayor centro de perversión y rumba del Sur de la Florida: Miami Beach.
La desventura –o aventura pasional- del padre Alberto retrotrajo a mi mente una pregunta formulada por mi hijo de 15 años: ¿Por qué los curas no pueden casarse? Tuve que recurrir a la palabra de Dios, desde la óptica del catolicismo, para responder en ‘ley divina’. Los sacerdotes y ministros ordenados, a excepción de los diáconos permanentes, «son ordinariamente elegidos entre hombres creyentes que viven como célibes y que tienen la voluntad de guardar el celibato "por el Reino de los cielos" (Mt 19,12)». En efecto, los sacerdotes «están obligados a observar una continencia perfecta y perpetua por el Reino de los cielos, y, por tanto, quedan sujetos a guardar el celibato» (Código de Derecho Canónico c. 277). El celibato se impuso a mediados del siglo XVI, durante el Concilio de Trento, en respuesta a la Reforma Protestante que promovía el matrimonio de los sacerdotes. Pero desde antes hubo Concilios que prohibían el sexo o relaciones maritales a los sacerdotes.
En pleno siglo XXI mucha gente no entiende la posición del Vaticano sobre este asunto controversial. Si analizamos la génesis de la Era cristiana hallamos que Pedro, el primer Papa, y los discípulos de Jesucristo eran hombres casados, con familia y responsabilidades. El mismo Papa Juan Pablo II dijo en 1993 que “El celibato no es esencial para el sacerdocio; no es una ley promulgada por Jesucristo”. Pero su sucesor, Benedicto XVI, bloqueó la posibilidad de que los sacerdotes católicos se casen cuando reafirmó en 2006 los valores del celibato y excomulgó a un arzobispo por ordenar a cuatro hombres casados como sacerdotes.
En medio del barrullo generado por la confirmación de que el padre Alberto Cutié es un hombre normal, con sentimientos y una vida sexual en ebullición –un ser humano de género masculino como cualquier otro que prefiere los favores de una mujer y no comportamientos que se esconden debajo de los hábitos-, me pregunto: ¿cuántos sacerdotes aplican realmente el celibato? ¿No es más conveniente para la salud mental y el ejercicio sano del deber cristiano llevar una vida sexual estable? Si el papa Benedicto XVI hubiese visitado el municipio de Arjona, Norte de Bolívar, habría encontrado a un sacerdote amante de las parrandas y gustoso de mujeres como cualquier otro hombre. ¿Por qué restringir la sexualidad de un ser humano, cuya misión es moral y social, por el simple capricho de una Iglesia retrógrada?El padre Alberto, al confirmar lo sucedido, pronunció palabras que justifican su conducta: “No es bueno que el hombre esté solo”. Lo dice la misma palabra de Dios. ¿O acaso los sacerdotes no son hombres? ¿Son ellos extraterrestres que no sienten deseos de ‘horizontalizar’ la verticalidad de su ser? Debajo de toda sotana hay un hombre sensible al roce de unos labios jugosos. Aunque San Agustín haya dicho que "Nada hay tan poderoso para envilecer el espíritu de un hombre como las caricias de una mujer", lo cierto es que ella (la mujer vilipendiada) es el ser más hermoso que Dios puso en la Tierra. ¿Quién puede abstenerse de esa tentación? Ni aún los prelados pueden hacerlo.
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