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martes, 25 de agosto de 2009

Maestros de ayer y hoy


Por Daniel Castropé


Los grandes pensadores de la historia han sido, en su gran mayoría y en primera instancia, buenos discípulos. O dicho de otra forma: han tenido el privilegio de contar con excelentes maestros. Un caso destacado lo constituyen Sócrates y sus discípulos Platón y Aristóteles.
Pero mi intención original no es hablar de la máxima trilogía de filósofos de la cultura griega. Aunque, y sólo para hilvanar la disección, me seduce el misterio que rodea al nombre de Sócrates quien, se dice, andaba descalzo por las calles de Atenas y mientras aconsejaba elegancia y limpieza a los jóvenes, él lucía sucio y mugroso. Su pasión por la dialéctica, concepción que eleva los alcances del diálogo, es de gran mérito en la corriente socratista.
Hablaré de Lola y Ana, maestras de kínder y preparatoria: antítesis de Sócrates. Ellas, mujeres que nunca conocieron pasión varonil (morirían alegremente vírgenes); regla en mano todo el tiempo y, de seguro anticipándose en el tiempo, contradictoras de Shakira por su álbum Pies descalzos, utilizaban estrategias sui generis para evitar que nunca los menores bajo su cuidado anduviéramos “con el pie en el suelo”.
Las docentes, en tono militar, advertían a los estudiantes que en las tardes de tareas y ‘muñequitos’ en televisión llamarían por teléfono a nuestros hogares para preguntarles a madres o padres, o adultos responsables en casa, si estábamos usando zapatos o, al menos, chancletas. Nunca las creí capaz de tal medida extrema hasta el día que mi tía Rosalbina, solterona como las dos maestras de preescolar, me dijo que atendiera una llamada. La voz de la interlocutora, por dichos y gestos supuestos, me fue familiar de inmediato: “¡Ajá! ¡Con que estás descalzo! Mañana te espera un fuerte castigo”. Y Lola no mentía: el denominado ‘cuarto oscuro’ del colegio crearía fobias que aún no he superado integralmente.
Eran, sin lugar a dudas, otros tiempos. En aquellas épocas pretéritas el respeto por los maestros evidenciaba trazas de reverencia, rayando en el miedo. Otro castigo ejemplarizante consistía en recibir, con estoicismo y obligado a no derramar lágrimas, entre cinco y diez ‘reglazos’ en las manos. En caso de que la falta cometida fuera de gravedad suma, digamos por agarrar las nalgas a la ‘más buena’ del salón, espiar a la misma compañera a través de los calados del baño, hurtar los juguetes o utensilios de otros compañeros de curso, la pena imputada, sin derecho a abogado en clara violación ‘al debido proceso’, era arrodillarse sobre ladrillos, y con las manos en alto, a sol pleno en medio del patio. El castigo, algunas veces, variaba dependiendo de la inventiva casi criminal de los maestros.
Pero nadie se exacerbaba a punto de la locura. Los traumas leves derivaron en valores inmutables, no menos que lineamientos de conducta inquebrantables que, aún a estas alturas de la vida, nos permiten una existencia bajo parámetros sociales adecuados.
Pasó el tiempo y hoy la situación es completamente diferente para nuestros hijos. Al profesor se le llama por su nombre de pila (¡Hey, Pedro! ¡Oye, María!). Dejaron de existir los ‘cuartos oscuros’ y los castigos rígidos. La pena más grande radica en suspenderles a los estudiantes la televisión durante el receso. Los niños pueden hacer lo que les viene en gana; y en Estados Unidos, incluso y a manera de ejemplo, amenazar a un docente con llevarlo a Corte por el simple hecho de levantarles la voz es común y silvestre. No existe el mínimo respeto por la seudo-autoridad del salón de clases.
¿Debemos volver al modelo educativo de nuestra niñez? No lo sé, pero creo que daba resultados excelentes a pesar del miedo reverencial que profesábamos a nuestros maestros.

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