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jueves, 20 de agosto de 2009

El aguacate que me convirtió en delincuente


Por Daniel Castropé

Fue esta mañana, pero no obedeció a un acto espontáneo. Mientras caminaba, día tras día, utilizando el vehículo de los recuerdos, podía situarme en medio de centenares de árboles de aguacate en El Carmen de Bolívar. Aquella ocasión, de la que hablaré fugazmente, fue la primera que me permitió observar las frutas exóticas colgadas de ramas al vaivén de una brisa suave como árida, hoy portadora involuntaria de nostalgias por la violencia reciente.

Estoy decidido. Nadie podrá observarme, pues la mañana está aún infecunda entremezclando oscuridad y pincelazos de un sol naciente. El ilícito será cometido de regreso a casa después de un par de vueltas al parque del área donde resido. Me fue fácil aquel momento hace veinte años en la finca a la que concurrimos algunos periodistas del Caribe colombiano. Esta vez no será la excepción: sólo tengo que estirar el brazo y jalar con fuerza relativa hasta escuchar el sonido seco del ‘estronche’ de la fruta.

Camino, reflexiono. ¿Por qué siento miedo? En la finca de mi niñez periodística, acompañado de colegas versados en temas agropecuarios, arrebaté los aguacates de árboles dóciles sin pensar siquiera en el dolor de una madre cuando la vida de su hijo es segada por manos que accionan armas sedientas de sangre inocente. Sudoroso, en busca de eliminar libras de más –que juntas derivan en la palabra gordura-, entiendo que todavía es prematuro cortar en el quirófano de la imaginación, el cordón umbilical que los alzados en armas crearon entre la violencia y los Montes de María, cobijando por razones territoriales cultivos extensos de los apetitosos aguacates carmeros.

Conociendo el motivo de mis temores –a la sazón infundados-, la consumación del delito está próxima. La víctima del deseo escabroso de un colombiano criado con arroz de coco, pescado, patacón y ensalada de aguacate, el ‘inocente’ árbol, despliega un tercio de su follaje hacia una avenida y –eso sí– lo que está en la vía pública es de cualquiera. Al menos esa es la creencia en Colombia, pero no en Estados Unidos.

Estoy cerca, apresuro el paso, glándulas sudoríparas y corazón rítmicamente en sintonía. Pronto, a pocos pasos, detengo la marcha. Otras cavilaciones turban mi entendimiento matinal. ¿Qué culpa tuvo la gente de El Carmen de Bolívar de que el tesoro representado en cada aguacate haya causado alucinaciones a la guerrilla y a los paramilitares? ¿Acaso aquellos terroristas se asentaron largos días en los Montes de María atraídos por esas frutas exuberantes? No tengo respuestas. Sólo sé que debo apurarme o de lo contrario las luces del día primigenio podrían desvelar mis intenciones.


Tengo ya el aguacate en la mira. Reparo los alrededores, el momento es propicio. En dos minutos estoy ingresando a casa más nervioso que antes, agitado y a marcha forzada. La fruta está biche. Al saber lo sucedido, mi esposa lanza una estridente carcajada, diciéndome de paso: “Ese aguacate es de la casa de un señor de apellido Ibarra, de El Carmen de Bolívar”. Ahora no sé si esperar a que madure para hacer una ensalada o devolverlo de inmediato, dilema tremendo para alguien que ya puede ser considerado no menos que un delincuente por hurtar un aguacate en casa de un carmero en Miami.

1 comentario:

  1. mi hermano que escrito tan increibles usted siempre haciendo lo que le gusta saludos desde quilla la bella

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