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martes, 25 de agosto de 2009

Maestros de ayer y hoy


Por Daniel Castropé


Los grandes pensadores de la historia han sido, en su gran mayoría y en primera instancia, buenos discípulos. O dicho de otra forma: han tenido el privilegio de contar con excelentes maestros. Un caso destacado lo constituyen Sócrates y sus discípulos Platón y Aristóteles.
Pero mi intención original no es hablar de la máxima trilogía de filósofos de la cultura griega. Aunque, y sólo para hilvanar la disección, me seduce el misterio que rodea al nombre de Sócrates quien, se dice, andaba descalzo por las calles de Atenas y mientras aconsejaba elegancia y limpieza a los jóvenes, él lucía sucio y mugroso. Su pasión por la dialéctica, concepción que eleva los alcances del diálogo, es de gran mérito en la corriente socratista.
Hablaré de Lola y Ana, maestras de kínder y preparatoria: antítesis de Sócrates. Ellas, mujeres que nunca conocieron pasión varonil (morirían alegremente vírgenes); regla en mano todo el tiempo y, de seguro anticipándose en el tiempo, contradictoras de Shakira por su álbum Pies descalzos, utilizaban estrategias sui generis para evitar que nunca los menores bajo su cuidado anduviéramos “con el pie en el suelo”.
Las docentes, en tono militar, advertían a los estudiantes que en las tardes de tareas y ‘muñequitos’ en televisión llamarían por teléfono a nuestros hogares para preguntarles a madres o padres, o adultos responsables en casa, si estábamos usando zapatos o, al menos, chancletas. Nunca las creí capaz de tal medida extrema hasta el día que mi tía Rosalbina, solterona como las dos maestras de preescolar, me dijo que atendiera una llamada. La voz de la interlocutora, por dichos y gestos supuestos, me fue familiar de inmediato: “¡Ajá! ¡Con que estás descalzo! Mañana te espera un fuerte castigo”. Y Lola no mentía: el denominado ‘cuarto oscuro’ del colegio crearía fobias que aún no he superado integralmente.
Eran, sin lugar a dudas, otros tiempos. En aquellas épocas pretéritas el respeto por los maestros evidenciaba trazas de reverencia, rayando en el miedo. Otro castigo ejemplarizante consistía en recibir, con estoicismo y obligado a no derramar lágrimas, entre cinco y diez ‘reglazos’ en las manos. En caso de que la falta cometida fuera de gravedad suma, digamos por agarrar las nalgas a la ‘más buena’ del salón, espiar a la misma compañera a través de los calados del baño, hurtar los juguetes o utensilios de otros compañeros de curso, la pena imputada, sin derecho a abogado en clara violación ‘al debido proceso’, era arrodillarse sobre ladrillos, y con las manos en alto, a sol pleno en medio del patio. El castigo, algunas veces, variaba dependiendo de la inventiva casi criminal de los maestros.
Pero nadie se exacerbaba a punto de la locura. Los traumas leves derivaron en valores inmutables, no menos que lineamientos de conducta inquebrantables que, aún a estas alturas de la vida, nos permiten una existencia bajo parámetros sociales adecuados.
Pasó el tiempo y hoy la situación es completamente diferente para nuestros hijos. Al profesor se le llama por su nombre de pila (¡Hey, Pedro! ¡Oye, María!). Dejaron de existir los ‘cuartos oscuros’ y los castigos rígidos. La pena más grande radica en suspenderles a los estudiantes la televisión durante el receso. Los niños pueden hacer lo que les viene en gana; y en Estados Unidos, incluso y a manera de ejemplo, amenazar a un docente con llevarlo a Corte por el simple hecho de levantarles la voz es común y silvestre. No existe el mínimo respeto por la seudo-autoridad del salón de clases.
¿Debemos volver al modelo educativo de nuestra niñez? No lo sé, pero creo que daba resultados excelentes a pesar del miedo reverencial que profesábamos a nuestros maestros.

jueves, 20 de agosto de 2009

El aguacate que me convirtió en delincuente


Por Daniel Castropé

Fue esta mañana, pero no obedeció a un acto espontáneo. Mientras caminaba, día tras día, utilizando el vehículo de los recuerdos, podía situarme en medio de centenares de árboles de aguacate en El Carmen de Bolívar. Aquella ocasión, de la que hablaré fugazmente, fue la primera que me permitió observar las frutas exóticas colgadas de ramas al vaivén de una brisa suave como árida, hoy portadora involuntaria de nostalgias por la violencia reciente.

Estoy decidido. Nadie podrá observarme, pues la mañana está aún infecunda entremezclando oscuridad y pincelazos de un sol naciente. El ilícito será cometido de regreso a casa después de un par de vueltas al parque del área donde resido. Me fue fácil aquel momento hace veinte años en la finca a la que concurrimos algunos periodistas del Caribe colombiano. Esta vez no será la excepción: sólo tengo que estirar el brazo y jalar con fuerza relativa hasta escuchar el sonido seco del ‘estronche’ de la fruta.

Camino, reflexiono. ¿Por qué siento miedo? En la finca de mi niñez periodística, acompañado de colegas versados en temas agropecuarios, arrebaté los aguacates de árboles dóciles sin pensar siquiera en el dolor de una madre cuando la vida de su hijo es segada por manos que accionan armas sedientas de sangre inocente. Sudoroso, en busca de eliminar libras de más –que juntas derivan en la palabra gordura-, entiendo que todavía es prematuro cortar en el quirófano de la imaginación, el cordón umbilical que los alzados en armas crearon entre la violencia y los Montes de María, cobijando por razones territoriales cultivos extensos de los apetitosos aguacates carmeros.

Conociendo el motivo de mis temores –a la sazón infundados-, la consumación del delito está próxima. La víctima del deseo escabroso de un colombiano criado con arroz de coco, pescado, patacón y ensalada de aguacate, el ‘inocente’ árbol, despliega un tercio de su follaje hacia una avenida y –eso sí– lo que está en la vía pública es de cualquiera. Al menos esa es la creencia en Colombia, pero no en Estados Unidos.

Estoy cerca, apresuro el paso, glándulas sudoríparas y corazón rítmicamente en sintonía. Pronto, a pocos pasos, detengo la marcha. Otras cavilaciones turban mi entendimiento matinal. ¿Qué culpa tuvo la gente de El Carmen de Bolívar de que el tesoro representado en cada aguacate haya causado alucinaciones a la guerrilla y a los paramilitares? ¿Acaso aquellos terroristas se asentaron largos días en los Montes de María atraídos por esas frutas exuberantes? No tengo respuestas. Sólo sé que debo apurarme o de lo contrario las luces del día primigenio podrían desvelar mis intenciones.


Tengo ya el aguacate en la mira. Reparo los alrededores, el momento es propicio. En dos minutos estoy ingresando a casa más nervioso que antes, agitado y a marcha forzada. La fruta está biche. Al saber lo sucedido, mi esposa lanza una estridente carcajada, diciéndome de paso: “Ese aguacate es de la casa de un señor de apellido Ibarra, de El Carmen de Bolívar”. Ahora no sé si esperar a que madure para hacer una ensalada o devolverlo de inmediato, dilema tremendo para alguien que ya puede ser considerado no menos que un delincuente por hurtar un aguacate en casa de un carmero en Miami.

martes, 18 de agosto de 2009

Veinte años sin Galán

Luis Carlos Galán fue liberal de espíritu, convencido de que su partido tenía presente y un futuro diferente al que hoy proyecta bajo las sombras de movimientos emergentes que le han restado protagonismo en la escena pública nacional. Luchó incansablemente por reformar la política desde adentro, usando armas nobles y una oratoria impecable. Se le admiró por dilucidar una propuesta política moderada, tan posible como necesaria. Galán fue acérrimo defensor de la democracia, las instituciones, la ampliación de los derechos ciudadanos; él fue eso y más en un país deshonrado por la violencia. Hoy, dos décadas después de su deplorable magnicidio, miramos con corazón esperanzado lo que significó el intento de este ilustre bumangués por impedir que el mal se posara sobre la Colombia de sus anhelos, como en efecto ha sucedido.

viernes, 14 de agosto de 2009

El país de las Farc y los paramilitares


Por Daniel Castropé
Mientras leo sobre las declaraciones de un muchachito de 18 años que desertó de la guerrilla, observo con asombro a través de la televisión internacional una noticia que, a pesar de la indolencia manifiesta del colombiano de esta época, aún logra ponerme la piel de gallina al saber que la Fiscalía busca los cuerpos de 600 personas desaparecidas por las AUC entre 2000 y 2004 en Norte de Santander.
Lo uno y lo otro se funden en un solo sentimiento: asco. Cuál otra expresión del alma puede emerger al conocer, en el primero de los casos, la historia de alias ‘Danilo’, el joven que escapó del frente 49 de las Farc por una simple razón de supervivencia: estaba muriendo de hambre.
‘Danilo’ relató a las autoridades que lo único que podían comer él y sus compañeros era maíz con agua y sal en medio de bosques tupidos de árboles tan viejos como Matusalén, en donde no existen Carullas ni Olímpicas. No podían ingerir otro alimento –pues no los hay- ni, mucho menos, quejarse. En esos momentos, pensaba el joven, “Cuánta falta me hace madre y padre para recibir el sustento diario”.
Pero esto no es lo más triste –Oh, Dios santo, ¿aún hay más?-. El muchachito con signos de anemia evidente confesó que las mujeres al servicio de la guerra pueril de los alzados en armas, en caso de que les dé hambre –como en efecto siempre la sienten tras largas jornadas- tienen, obligatoriamente, que guardar silencio. Hambre y mutismo son los mejores compañeros para conservar la vida. Las que se quejan y lloran son fusiladas –No quiero escribir más, pero debo hacerlo-.
El televisor a mi espalda no calla. Sigo la lectura frente a la computadora, pero, al unísono, mis oídos se afinan al escuchar el enunciado: “La violencia no cesa en Colombia” en boca de un presentador de esos que machacan a diario el español en el Sur de la Florida. Otra expresión de horror se anida en mi mente y corazón. Puedo observar a un hombre, con pala en mano, cavando un hueco asimétrico en el suelo terroso mientras sus compañeros, expectantes y sudorosos bajo un sol inclemente como la violencia fratricida, observan la escena. ¿Por qué hacía ese hoyo el funcionario de la Fiscalía? En busca de víctimas de las AUC en Norte de Santander, departamento fronterizo con Venezuela.
El reporte indica que los ‘paracos’ desaparecieron a todas esas personas (en Colombia existen caseríos de menos de 600 habitantes) lanzándolas, después de muertas en circunstancias desconocidas, a ríos atestados de pirañas y a otras incinerándolas en los ‘hornos de la muerte’ de los que dieron cuenta los ex jefes paramilitares Salvatore Mancuso y Jorge Iván Laverde, alias El Iguano.
Contrastando las dos noticias, me surge una pregunta: ¿Quiénes ha sido más crueles en Colombia? ¿La guerrilla o los paramilitares? Balbuceando con sollozos una respuesta provista de lógica apago la televisión y cierro el monitor de la computadora portátil (laptop). He quedado exhausto. Duermo diez minutos y sueño con un país libre de guerrilleros, ‘paracos’ y de todos aquellos que accionan armas contra sus congéneres –Carajo, lo que veo es casi el Paraíso-.

jueves, 13 de agosto de 2009

La nueva elite agraria en Los Montes de María. El riesgo de cambiar la mochila por el carriel


Por Alfonso Hamburger


Algunos de los desplazados de Bajo Grande todavía no olvidan la perrita amarilla que llevaban cabestrera y despierta los uniformados que se metieron en el pueblo y tras masacrar a varios habitantes prendieron fuego a sus casas, comenzando desde allí la parte más difícil de sus vidas de desarraigados. ¿Cómo olvidar aquella animalita si llevaba un bozal y se quería escapar del mando del soldado?: olía y lambia todo a su paso.
Meses después de la masacre, viviendo de la caridad pública, algunos de los desplazados, quienes todavía no se acomodaban a vivir de la limosna, observaron perplejos cómo soldados del Gobierno transitaban por el casco urbano con la misma perrita amarilla del día de los hechos, lo que comprobaba una vez más la mezcla de paramilitares con agentes del Estado en la labor sistemática de muerte y desplazamiento. Hoy, muchos años después, ellos quieren olvidar, pero no pueden. De modo que para emprender cualquier proyecto de desarrollo y tumba del monte que parece forrarlo todo en Los Montes de María, es necesario que se sepa la verdad, de lo contrario el proceso, legal o ilegal de ocupación de tierras, estaría viciado. La tumba del monte no puede cubrir la impunidad. El pasado pesa mucho para esta gente.
En algunas masacres cometidas en la región, como la de Chengue, quedó comprobada la participación de agentes de Infantería de Marina, sea por presencia física o por omisión por parte de la cúpula, quienes pudiendo evitar la muerte anunciada, se hicieron los de la vista gorda y en tal sentido ya hubo sentencia judicial. Ellos se enteraron a tiempo de la presencia de los paramilitares y no movieron un dedo sino cuando ya estaba consumada la masacre y al llegar no hicieron otra cosa que obstaculizar el libre ejercicio del periodismo.
A estas alturas, cuando todo tiende a normalizarse, empresas foráneas de todo tipo, la mayoría antioqueñas, han adquirido unas treinta mil hectáreas en la zona abandonada a punta de terror, a un promedio que oscila entre 500 y 600 mil pesos por hectárea. Entre los nuevos propietarios existen, incluso, ex militares. Algunas de esas fincas están en zona protegida por el Estado y se cree que muchas fueron adquiridas bajo algún tipo de presión, desde la económica hasta la de intimidación con carros cuatro puertas igualitos a los que utilizaban los paramilitares antes de desaparecerlos, según lo confirmó en el Foro Agrario de Cartagena, convocado por la Fundación de Desarrollo y Paz de Los Montes de María en junio pasado, el presidente de la Anuc Sucre, Adalberto Villadiego. El famoso carro blanco en que se llevaban a la gente, se observa nítido, ya no de color blanco, sino negro en la mente atribulada de quienes fueron víctimas de sus fantasmagóricas apariciones.
La labor sistemática de neo-colonización o la irrupción de lo que los académicos denominan “La nueva elite agraria en el Caribe”, parece fortalecerse con esta compra masiva de tierra en Los Montes de María, pese a que ahora se quiera suavizar el viaje con una Corporación cuyo lenguaje es netamente antioqueño, sin que se sepa la lista completa de sus aportantes. Aunque la mencionada Corporación no es la dueña de las tierras, algunos de sus socios adquirieron fincas que por su sentimiento y tradición, deben ser devueltas a los campesinos de la región. Ya sea mediante negociación directa con los antiguos dueños o a través de procesos legales amparados por el Gobierno.
La colonización paisa, que empezó con las tiendas de ropas y restaurantes, continúo con las playas de Tolú y Coveñas y se extiende con la compra masiva de tierras en Los Montes de María, debe ser reflexionada profundamente.
No nos oponemos al desarrollo. Que donde haya un rastrojo de aromos y pringamoza se yerga una mata de yuca, ajonjolí o maíz, no es el problema. El problema radica en que nuestra gente tiene sus costumbres ancestrales muy arraigadas y no pueden venir personas de otras regiones de la noche a la mañana a dictarles clases de gaitas y de tangos, porque si Gardel ya murió, Toño Fernández pervive en el corazón de la región.
La situación no es como para mirarla tan ligeramente y justificarla con unas fotos que muestren un cayo de maíz donde antes había rastrojos. El que la trocha para sembrar ese maíz haya sido custodiada por los mismos aliados de su desplazamiento, deja mucho que desear. Es la propia comunidad de desplazados, con la mano del Gobierno, quienes deben liderar el proceso, o es mejor que los montes mismos, así embarbascados, se encarguen de seguir protegiendo la tradición. Antes de seguir tumbándolos, sin que se establezcan los mecanismos de verdad, justicia y reparación, es mejor que le siga lloviendo al sucio. Esos montes allí parados no le hacen daño a nadie. Al contrario, sirven para revitalizar la tierra y para generar nuevos pulmones de oxigeno. Hasta sería mejor declararlos patrimonio ecológico del mundo.
¿A quién va a beneficiar su productividad? ¿Qué mercados van a copar? ¿Qué tipos de tributos se van a pagar? Con lo regionalistas que son los antioqueños no se garantiza que los primeros beneficiarios de su explotación sean los residentes en la zona. La tenencia de la tierra de poder social paso a convertirse en una herramienta de dominación política y militar. En el proceso de desplazamiento de los campesinos operaron varios factores, como la indiferencia estatal, la presencia de la guerrilla y después la alianza de políticos con paramilitares. La tierra dejó de ser un motivo de estatus social para convertirse en una aliada estratégica en la expansión de ideologías y dominación bajo el pretexto del neoliberalismo fracasado de estos días de recesión.
¿Quién nos garantiza que nuestra mochila sabanera no sea cambiada por el carriel antioqueño?
Nuestras costumbres son distintas. Nos gusta compartir el patio y en ese patio un tinto bien conversado, prestarnos la candela por la cerca, atravesar portillos comunes. Siempre compartimos el camino real y ahora ese camino se puede convertir en una trocha custodiada por francotiradores, como sucedió ya en fincas aledañas a Bajo Grande, cuyos motorizados primero tomaban puntería con los burros y después no se sabe con quién.
Lo primero que perdieron los bajogranaderos cuando llegaron los grandes hacendados que compraron la finca el Hacha, antes de que se vinieran las masacres, fueron los caminos reales. Ya jamás tuvieron acceso al río ni pudieron pastorear sus rebaños por el camino. Esto mismo, la pérdida de las libertades comunes, de compartir el camino que los lleva a sus fincas por parajes más rectos, es uno de los riesgos. Y ya se han visto casos. Muchos caminos reales, tradicionales, han cerrado el paso.
Por favor, Los Montes de María no son del “ave maría pues”, son los montes de nuestros ancestros y la tradición debe prevalecer antes que un desarrollo no concertado plenamente con la propia comunidad.

La sucia violencia en el campo

Por Daniel Castropé

El campesino de tez morena fue confundido con el ‘Negro maldito’, guerrillero perseguido en la región durante muchos años. Los hombres armados lo colgaron de un árbol, atado por los pies, exigiéndole su identidad.

-Yo no soy a quien buscan, repetía gritando con desespero. Esposa e hija, abrazadas en fusión ferviente, estaban conminadas al silencio por dos fusiles ávidos de sangre inocente, ambas presenciando una escena que sólo habían idealizado por cuentos escuchados en boca de hombres viejos a lomo de burro y tabacos pestilentes que nunca se apagan.

En ese momento ya el pantalón del campesino presentaba una mancha de orines y mierda líquida, como los mismos orines, que corrían hacia su pecho y espalda. El cañón del arma seleccionada para él, presionada con fuerza, le había ocasionado dos siluetas circulares bien demarcadas en su sien derecha. No habría una tercera tan sutil.

-Si tú no eres el ‘Negro maldito’, de todos modos vamos a divertirnos contigo, dijo el jefe de la cuadrilla paramilitar.

Treinta hombres, vistiendo uniformes camuflados, acababan de tomarse la población. Disparos lejanos, en ráfagas sordas, generaron la misma incontinencia en la mujer de cabellos lucios y piel amarillenta, pobre como su marido y no menos que sus ancestros y el único mundo que conocían.

El líder del grupo cortó con un cuchillo la cuerda que sostenía al hombre boca abajo. El cuerpo cayó aparatoso a la arena. El impacto fue seco, acompañado de golpes de culatas en la cabeza y patadas certeras en el tórax: más sangre, más gritos. Mujer e hija sólo atinaban a sollozar una seguidilla de padrenuestros y avemarías entre susurros como conjuro contra males irremediables.

-El ‘Negro maldito’ huyó antes de que ustedes llegaran, balbuceó el campesino mientras el jefe del grupo volvía a ponerle, con mayor presión, su arma contra la cabeza. La mujer cerró los ojos, la niña vería el desenlace fatal de su padre.

Un disparo más surcó el ambiente convulsionado del pueblo. La campesina continuaba con los ojos cerrados, entregada a rezos extraños, y nunca más los abriría después del segundo tiro. Los hombres armados fueron clementes con la niña, pero antes de abandonar la finca el más joven de los paramilitares, escogido al azar de los dados, la despojaría de su virginidad en un pajonal instigado por sus compañeros de diversión. Los senitos de la menor parecían mamoncillos sobre dos platos llanos.

-“Muere por negro” fue lo que dijo el mandamás al dispararle a mi papá. Y el ‘Negro maldito’ nunca fue encontrado, refiere la mujercita tiempo más tarde, cargando al niño de cuatro años, famélico como ella, mientras la radio de baterías anuncia el recrudecimiento de la actividad paramilitar en la zona. La joven lanza dos hijueputazos y un salivón oscuro a la tierra negra.

-Hijito, es hora de irnos. Recoge el caballito de palo, dice la mujercita que heredó los mismos cabellos amarillentos de su madre y la misma pobreza de todos sus antepasados.

-¿Cómo te parece? Otra vez vienen aquellos que hacen el trabajo sucio que los del gobierno no pueden hacer de frente, dice la joven, morena también, aferrada a una estampita raída de San Pedro Claver, mientras piensa y casi deja escapar ante su hijo la identidad del padre de él, otro ‘paraco’ de los muchos que han ensuciado con sangre la tierra fértil para cultivos de la violencia fratricida.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Javier D. Restrepo y su decálogo del buen periodista

Son diez los pasos que, a juicio del maestro Javier Dario Restrepo, debe seguir aquel que anhele ser un buen periodista. El primer ítem me parece fenomenal. Para alcanzar tal calificativo, el periodista debe ser, ante todo, buena persona.

martes, 11 de agosto de 2009

Cuando Gabo conoció a Clemente Manuel Zabala, su primer maestro

Fue en Cartagena. Gabo buscaba trabajo y, venciendo la timidez que él mismo reconoce, se acercó a las antiguas instalaciones del entonces naciente Diario El Universal, en la calle San Juan de Dios. Allí, detrás de un mostrador, estaba Clemente Manuel Zabala a quien el bisoño periodista se dirigió para pedir una oportunidad laboral. El que fuera más tarde su primer maestro lo había leído ya en El Espectador. De tal manera, aquel le permitió trabajar en el periódico. Luego vendría la gran oportunidad de Gabo de escribir más a menudo bajo la tutoría extrema de Zabala, quien, provisto de un interminable lapiz rojo, corrigió las primeras notas de prensa del naciente literato de Aracataca.

lunes, 10 de agosto de 2009

Alberto Salcedo Ramos: Mirada profunda de la Colombia de hoy

Por Daniel Castropé
Alguien dijo que las palabras escritas constituyen el mejor rasero de la personalidad. Si ello es cierto –lo cual no pongo en duda-, entonces Alberto Salcedo Ramos es el periodista y escritor colombiano que se enmarca dentro de los lineamientos de una personalidad binaria, entre cruda y romántica, sin límites ofensivos a los razonamientos del lector.
La crudeza de su ser periodístico es adquirida, soñador valiente que plasma en el pentagrama de los sones de la vida real todo aquello que afecta a su entorno, tan vivo como la vida o la misma muerte: estado natural de transición de quien aspira a una nueva vida en el cielo o en el infierno. Alberto conoce estos conceptos, por eso sus escritos están cargados de vida que, en esencia, también es muerte, fusión enigmática que sobrepasa cualquier canon de religiosidad retrógrada.
Cuando escribe, Alberto Salcedo Ramos lleva al lector a escenarios de vivacidad palpitante, sumergiéndolo en emociones que producen efectos insospechados, como reír, llorar, sentir en la carne e, incluso, sudoración con la dinámica de su pluma. Esto es lo que otros denominan “realidad virtual”, no menos que lo cultivado siempre por el laureado comunicador.
Para Alberto, uno de los grandes males que nos ha causado la violencia es el adormecimiento de la conciencia. “Yo tengo 46 años y en todo este tiempo no he sabido lo que es vivir en un país sin conflicto. Como nacemos y en seguida nos topamos con la violencia, aprendemos muy pronto a sobrevivir a pesar de ese problema, y hasta consideramos que, después de todo, es algo normal. Eso nos ha causado un daño tremendo porque nos ha quitado la capacidad de asombro y de indignación frente al horror. La sorpresa frente al desastre de hoy se desvanece en cuanto surge el desastre de mañana”, dice.
Nace en Barranquilla (1963). Comunicador social periodista de la Universidad Autónoma del Caribe. Comienza su carrera en el periódico El Universal, de Cartagena, donde cubre desde concursos de belleza hasta cumbres antidrogas. Después de un tiempo como jefe de redacción de ese diario, se muda para Bogotá, donde está radicado actualmente laborando como cronista de las revistas SoHo y Gatopardo, y corresponsal en Colombia de la revista alemana Ecos. Sus trabajos han aparecido también en Etiqueta Negra, El Malpensante, Arcadia, Credencial, Cromos y Courrier International, entre otras publicaciones.
En su mejor momento como narrador de vivencias, sólo anhela seguir vivo –¡en Colombia es una hazaña!- para contar muchas más historias de las que ha contado hasta hoy, con la debida profundidad. “El periodista polaco Ryszard Kapuscinski planteaba que hoy en día la verdad está subordinada a lo interesante, a lo que se puede vender. La industria del periodismo, en especial la radio y la televisión, está muy preocupada por bajarle a la profundidad y aumentarle al entretenimiento, bajo el supuesto de que la gente no tiene ganas de leer ni tiempo para hacerlo. Se han inventado, como dice Martín Caparrós, la rara especie del lector que no lee. Según esos gurúes, lo que el público quiere es pasarla bien, consumir chismecitos cortos, leer bocadillitos insulsos sobre la actriz de moda. No me acuerdo ahora quién decía que si Jesucristo resucitara hoy, no sería tema de un noticiero sino de un reality. Lo que propongo es dejar de subestimar al lector. Te garantizo que muchos de quienes compran periódicos están más interesados en leer buenos textos que en utilizar sus páginas para envolver los aguacates verdes”, dice Salcedo Ramos. Otros utilizan los periódicos para madurar políticos como nísperos, acota quien escribe.
Hablar de Alberto Salcedo Ramos es hacerlo sobre alguien que ha cosechado experiencia vasta como periodista y escritor. Él ha ganado, entre otras distinciones, el Premio Internacional de Periodismo Rey de España, el Premio a la Excelencia Periodística de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar (tres veces), el Premio al Mejor Libro de Periodismo del Año (otorgado por la Cámara Colombiana del Libro) y el Premio al Mejor Documental en la II Jornada Iberoamericana de Televisión, celebrada en Cuba. En agosto de 2004, gracias a su perfil El testamento del viejo Mile, publicado en El Malpensante, fue uno de los cinco finalistas del Premio Nuevo Periodismo FNPI-Cemex, entre 470 concursantes de 21 países. La distinción le fue entregada en Monterrey, México, por Gabriel García Márquez. Su distinción más reciente entró a la cosecha hace pocos días: Premio a la Excelencia Periodística de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), en la modalidad de cobertura noticiosa, por su crónica “Un país de mutilados”.
También ha acumulado experiencia como catedrático y conductor de talleres de periodismo narrativo para entidades como la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), la escuela de formación del periódico El Tiempo, la Fundación Bigott (Caracas), el Ministerio de Cultura de Ecuador y la Fundación Para el Periodismo de Bolivia. En la actualidad es docente de las universidades Javeriana y de los Andes. Por ello, su voz alrededor del tema docente es interesante para los periodistas bisoños: “Creo que la prensa debe buscar siempre la explicación profunda de los hechos sobre los cuales informa, ya sea que estén relacionados con la violencia, con la cultura, con la política o con cualquier otra esfera. El deber no es solo informarle a la gente que un político se robó el presupuesto de un hospital: es, también, buscar el contexto histórico de tamaña conducta delictiva, ayudar a construir una pedagogía que sensibilice a la gente en relación con los daños que ocasiona esa actitud. Así como contamos las historias de la muerte, también hay que brindarles una oportunidad a las historias de la vida: la de los teatreros, la de los mimos de la calle, la del desempleado que en vez de ponerse a robar improvisa un fogón de leña en la calle y se pone a vender sopa. Javier Darío Restrepo dice que es un deber informar no solo sobre el país real sino también sobre el país posible”.
Ha publicado los libros El Oro y la Oscuridad. La vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé, De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho y otras crónicas, Los golpes de la esperanza y Diez juglares en su patio, este último en compañía de Jorge García Usta. Su texto Por favor, ni siquiera orquídeas figura en la Antología de Grandes Reportajes Colombianos, de Daniel Samper Pizano. Este mismo autor incluyó en su Antología de Grandes Crónicas Colombianas, tomo II, el texto de Salcedo Ramos “El árbitro que expulsó a Pelé”. Salcedo también fue incluido en la antología Años de fuego. Grandes reportajes de la última década, de Editorial Planeta. Su crónica La víctima del paseo figura en el libro Ciudadanías del miedo, publicado en español por la Editorial Nueva Sociedad y en inglés por la Universidad de Rütgers. Es coautor del libro Manual de Géneros Periodísticos (Ecoe Ediciones, 2005). Salcedo Ramos fue incluido en la antología Lo mejor del periodismo de América Latina, preparada por Tomás Eloy Martínez para el Fondo de Cultura Económica y la FNPI, y en la antología Crónicas latinoamericanas: periodismo al límite, de la Fundación Educativa San Judas Tadeo, en Costa Rica.
Además de escribir, su pasión es el Caribe colombiano, su gente, las voces de la calle, los personajes inéditos que otros no miran, o tal vez sólo lo hacen de reojo. Entonces, Alberto Salcedo Ramos, también es romántico pero sensato: “Alguna vez le oí decir a Juan Gossain que el Caribe se lleva por dentro, no por fuera. Su frase surgió en un momento en el que hablábamos de cierta gente que cree que mientras más alto grite, o más palabrotas pronuncie, o más colorinches se ponga encima, o más pregone su bacanidad, es más Caribe. Algunos pretenden que el Caribe sea una patria única, homogénea, donde todos bailemos y sintamos del mismo modo. Si no te gusta la música champeta, como a mí, eres visto como apátrida. Si te pones una camisa negra como la de Juanes, te dicen “cachaco”, y además te lo dicen con el mismo tono con el que se pronuncia la palabra “asesino”. Se llenan la boca diciendo que el Caribe es una patria cultural más importante que la patria política trazada por la cartografía, pero no entienden que ese Caribe que les parece uniforme, es en realidad un ente disímil, plural, que nos impone la necesidad de ser tolerantes para poder entendernos”.
A su próximo libro, que será publicado bajo el sello Aguilar, sólo le falta un capítulo. Es un compendio de varias de las crónicas que ha escrito durante los últimos años: una mirada novelada del país que ahora lo ve a él como uno de los mejores ‘nuevos cronistas de Indias’, potencial Nobel de Literatura, porque –lo tengo claro- el próximo (nobel) colombiano debe salir nuevamente del Caribe.

Primitivo Santos: El primero entre los merengueros del mundo

Por Daniel Castropé

El olor a habichuelas y locrio de puerco se hizo perceptible apenas crucé el dintel de la puerta principal. En West Kendall, Miami, parece que los únicos que cocinan en casa, a las cinco de la tarde, en ese sector de amplias mayorías latinas, son los Santos. Es casi un milagro –de santos, supongo-, encontrar una residencia familiar en donde cocinen, y más aún que lo hagan a diario, como lo hacían nuestras abuelas.

Él estaba sentado en un sofá confortable, de cuero color marrón, semejante a un buda, rodeado por tres perros, dos de casi quince años cada uno (en un canino son 105 años), y otro muy cachorro, juguetón en exceso, al que don Primitivo llama “El perro”. Buen nombre para un animalito que retoza todo el tiempo detrás de una pelota verde de tenis y muerde los zapatos de quien se le antoja.

Entré en confianza cuando me bebí un vaso de agua y el artista su tercera taza de tinto, muy parecido al colombiano: claro y suave. El músico habla como un menor esforzando su memoria. Levanta las manos, rasca su cabeza, abre los ojos –casi a punto de salirse de la cavidad ocular-, ahondando en desdeñados parajes de su remoto Santiago de los Caballeros, en República Dominicana, en donde aires musicales estremecieron su cuna improvisada en la década de los años 30 (el 28 de abril de 1935), bajo el arrullo cantarín de una madre de estirpe campesina y sabiduría innata: doña María Antonia Santos.

Con 7 años de edad fue declarado “Niño Prodigio” del país antillano. A esa edad temprana ejecutaba el oboe con la destreza que a sus 70 años, y un poco más, le granjea el apelativo de “Maestro”. Aprendió la ejecución del instrumento impulsado por don Federico Camejo, quien reemplazara a su padre biológico tras la muerte de este último cuando el entonces niño solo tenía dos años. En consecuencia, solo recuerda a un padre, a aquel que lo llevó a trasegar los senderos complejos de la música clásica, el mismo que le inculcó los buenos modales característicos en su personalidad jovial y lo involucró en la banda musical de su pueblo natal. Pero, por supuesto, es consciente de que les debe la vida primero a Dios y después a don Ramón Almanzar, su verdadero progenitor, un rico hacendado de la región del Cibao, de quien no tiene ningún recuerdo sólido. Ni un grito o un regaño recuerda de él.

A los 12 años ya era un músico connotado. Dejó a un lado las partituras de Mozart y Bach, “porque ese género solo produce grandes satisfacciones”, conformando su primera orquesta con los amigos más cercanos, todos ligados a la música, pues, como dice don Primitivo, “en Dominicana el que no es beisbolista, está metido de lleno en la música”.

Recién cumplidos los 17 años, cuando el bate de su popularidad golpeaba pelotas de hit por todas las emisoras de radio dominicanas, fue cuando le ocurrió la anécdota que marcaría para siempre su vida. “Yo era flaquito y muy tímido. Para esos días un señor muy rico de la región me contrató para ‘tocar’ en una fiesta sin conocerme previamente. Cuando llegué a su finca me recibió con una cara terrible. Dudaba que yo fuera Primitivo Santos. Gracias a Dios la hija de este hombre me reconoció y quedó mucho más tranquilo él cuando escuchó ‘tocar’ a la orquesta”.

Transcurrió el tiempo, su fama fue en crecimiento. Convertido en un verdadero portento de la música de las Antillas, fue designado Agregado Cultural de República Dominicana ante la Casa Blanca, en Washington. Para entonces, su primera canción en acetato “Unión Eterna”, se escuchaba sin tregua en varios países del Caribe. “Ese primer sencillo tiene una historia jocosa. Resulta que un gran amigo decidió contraer matrimonio y yo no sabía que regalarle, pues era él una persona con mucho dinero. Entonces le dije que lo único que podía darle como presente de boda era una canción. De esa manera lo inmortalicé, de paso obligando a mi amigo a permanecer toda la vida al lado de su esposa: unión eterna”.

Radicado en la capital norteamericana, su posición diplomática lo convirtió en el músico que amenizaría los grandes bailes en las más importantes embajadas con asiento en Estados Unidos y en otras partes del mundo. Sin embargo, sería Nueva York la ciudad en donde más impuso su género musical en aquella época, con presentaciones multitudinarias en el Madison Square Garden y en el Radio City Music Hall.

“Bromeaba mucho con Tito Puente, también con Celia Cruz. Todos ellos iban a casa y mi querida esposa Gina les preparaba ricas viandas. El problema era que al final todos querían volver no por mí sino por la sazón de doña Gina, quien tiene fama de buena chef y es la culpable de mi abultado estómago” (Suelta una estridente carcajada).

En 1967 grabó la canción que más éxito le traería: “El Manisero”. “Ese tema proviene de la música popular cubana, compuesto por Moisés Simmons, en 1926. Yo lo incluí en el LP titulado ‘Primitivo y Washington’, convirtiéndose en un gran ‘hit’ y en uno de los primeros ‘Discos de Oro’ de mi carrera profesional”. Para Armando Segovia, un cartagenero “cuba-melómano” radicado en Bogotá, la mejor versión instrumental de “El Manisero” es la grabada por Mario Bauza, y concuerda con el ingeniero Isaac Zúñiga y con Tony Morales en que la mejor versión ejecutada y cantada es la de Primitivo Santos. Sin dudas, los tres tienen la razón.

Don Primitivo asevera que los pioneros del merengue en Nueva York fueron él, en primera instancia, y posteriormente Jhonny Pacheco e Ismael Miranda. “En 1975, siguiendo la senda creada especialmente por este humilde servidor, “Milly y Los Vecinos” imponen un salto cualitativo en los textos y arreglos musicales”, relata el “Maestro”.

Al músico se le considera en Santo Domingo y las Antillas como el más grande impulsor del merengue. “El hecho es que fui el primero en traer este género a los Estados Unidos. Dios me dio la oportunidad de sacar adelante mi música con una excelente voz como la de Camboy Estévez, quien fue y siempre será la voz líder de la orquesta”, afirma Santos. Entre los temas que más destacan en su repertorio se cuentan, además del inmortal El Manisero, La Mulatona, Fiesta hasta el 90, El Marinero y muchos más que hacen parte del acervo musical dominicano y mundial.

Etapa de reposo

Hoy, cuando el “Maestro” descansa plácidamente en su casa de West Kendall, lidiando con una enfermedad llamada vejez, sólo se dedica a observar lo que ha quedado del gran surco que creó para llevar la música de su pueblo quisqueyano a un sitial de importancia. “Me turba ver que aquel merengue que se escuchaba entre los 70 y los 90 ha perdido parte de su esencia”.

De Colombia guarda gran aprecio por el desaparecido periodista Fabio Poveda Márquez, a quien recuerda por una anécdota con Antonio Cervantes “Kid Pambelé” cuando hacía la que ha sido su única presentación en Barranquilla, año 1996, gira que también incluyó a Cartagena. “Chico, yo recuerdo que Fabio le dio una reprimenda fuerte a Pambelé porque seguía en su vida libertina consumiendo drogas. Después que Fabio le habló tan fuerte, el hombre se puso a llorar como un niño pidiendo perdón”.

De la Colombia de sus anhelos le gustaron los platos típicos de la Costa Atlántica, por la forma como sazonan los alimentos y también por la calidez de su gente alegre y bulliciosa, principalmente la barranquillera. “Son como los dominicanos, que somos bullangueros”, dice.

En las postrimerías de sus días, con su familia y los tres perros guardianes, don Primitivo sueña con sus tiempos de éxito.
Tras un silencio breve, cierra los ojos. “Carajo, viejo, te dormiste otra vez”, grita doña Gina, mientras prepara un suculento plato de mangú para sumarlo a las habichuelas y al locrio de puerco. “Chica, no me he dormido, medito. Siento que vuelo y antes de llegar al cielo creo que estoy a punto de cumplir mi sueño. Qué linda es Colombia”.

Falsas percepciones sobre Colombia

Por Daniel Castropé

En el exterior se tienen por ciertas percepciones falaces de la Colombia de hoy. La comunidad internacional cree, a manera de estereotipo –por supuesto, conveniente para la proyección internacional-, que nuestro país alcanzó la categoría de ‘remanso de paz’, símil del Jardín del Edén. Nada más lejano de la realidad.
El mundo debe saber la verdad: en Colombia siguen secuestrando, matando, extorsionando; los políticos siguen inmersos en ambientes de corruptela; el Congreso es prácticamente ilegal; entidades como el DAS cometen abusos ordenados desde la ‘Casa de Nari’ –no sé por quién ni para qué, pero todos tenemos sospechas-. ¿Quién dijo, entonces, que nuestra bella Colombia es el Paraíso?
Sí anhelamos que lo sea. Desde niños en las escuelas pobres, y también en otras menos paupérrimas, nos enseñan la dignidad de ser colombiano como herramienta muda y sorda que algunos terminan por convertir en dogma de comportamiento en sus vidas. El hombre de Antioquia y del Valle del Aburrá es, quizá, el más proclive al regionalismo recalcitrante, catapultado a un nacionalismo irracional: “Soy paisa, soy colombiano. Soy un ‘verraco’”. De Antioquia, de ese próspero departamento colombiano, es nuestro venerado presidente Uribe.
No podría negarlo: los ‘paisas’ son excelentes comerciantes. Y cuando los anima una misión en especial pueden, incluso, maquillar la bazofia. En Colombia, lo sabemos los que somos colombianos, un antioqueño es capaz de vender un hueco. Og Mandino, el supuesto “vendedor más grande del mundo”, se queda ‘en pañales’ ante las habilidades de estos coterráneos buenísimos para las actividades comerciales.
Esta virtud es la que mejor ejerce nuestro Presidente. El mundo, bajo las cortinas encubridoras de la denominada “comunidad internacional”, en la que Estados Unidos constituye la mayor parte, baraja las cartas marcadas que Uribe pone sobre la mesa del escrutinio. A cada jugador, el moderador de tal mesa virtual (Uribe), coloca vendas en los ojos amarradas sutilmente, con la intención de no presionar la cabeza de nadie, más sí sugerir con delicadeza a su conveniencia, lo que a la postre permite respaldos que ningún otro mandatario reciente ni remoto ha obtenido del conglomerado.
Otros han dicho que los ‘paisas’ son “encantadores de culebras”. Su verborrea y capacidad para convencer es, más que un don de Dios, una habilidad a la que saben sacarle provecho sobre el escenario en las dos dimensiones: el bien y el mal. Uribe vende una imagen que no es cien por ciento real. Colombia no es como la pintan, verbigracia, aquí en Miami. Todavía hay mucho por hacer.
Debo reconocer que Colombia no es la misma de hace una década. El Presidente, durante sus siete años de gobierno, ha logrado lo que cinco no alcanzaron totalizando integralmente la gestión de todos ellos exclusivamente en materia de seguridad. A Uribe se le puede considerar un Jefe de Estado excepcional, no menos que un líder con los pantalones bien puestos. Pero tampoco podemos endiosarlo. Hacerlo sería infligirle daño, como se ha hecho, tanto a él como al país.
Es hora de aterrizar. Que el mundo sepa que tenemos un gobernante envidiable por otras naciones vecinas y distantes, pero hasta ahí. Ningún presidente está exento de pecado y, estoy seguro, Uribe no es la excepción como buen ‘paisa’.
 

FECHA Y HORA

Mensaje del Editor

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